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Foucault: les unitats del discurs/es

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Hay que realizar, ante todo, un trabajo negativo: liberarse de todo un juego de nociones que diversifican, cada una a su modo, el tema de la continuidad. No tienen, sin duda, una estructura conceptual rigurosa; pero su función es precisa. Tal es la noción de tradición, la cual trata de proveer de un estatuto temporal singular a un conjunto de fenómenos a la vez sucesivos e idénticos (o al menos análogos); permite repensar la dispersión de la historia en la forma de la misma; autoriza a reducir la diferencia propia de todo comienzo, para remontar sin interrupción en la asignación indefinida del origen; gracias a ella, se pueden aislar las novedades sobre un fondo de permanencia, y transferir su mérito a la originalidad, al genio, a la decisión propia de los individuos. Tal es también la noción de influencias, que suministra un soporte –demasiado mágico para poder ser bien analizado– a los hechos de transmisión y de comunicación; que refiere a un proceso de índole causal (pero sin delimitación rigurosa ni definición teórica) los fenómenos de semejanza o de repetición; que liga, a distancia y a través del tiempo –como por la acción de un medio de propagación–, a unidades definidas como individuos, obras, nociones o teorías. Tales son las nociones de desarrollo y de evolución: permiten reagrupar una sucesión de acontecimientos dispersos, referirlos a un mismo y único principio organizador, someterlos al poder ejemplar de la vida (con sus juegos de adaptación, su capacidad de innovación, la correlación incesante de sus diferentes elementos, sus sistemas de asimilación y de intercambios), descubrir, en obra ya en cada comienzo, un principio de coherencia y el esbozo de una unidad futura, dominar el tiempo por una relación perpetuamente reversible entre un origen y un término jamás dados, siempre operantes. Tales son, todavía las nociones de «mentalidad» o de «espíritu», que permiten establecer entre los fenómenos simultáneos o sucesivos de una época dada una comunidad de sentido, lazos simbólicos, un juego de semejanza y de espejo, o que hacen surgir como principio de unidad y de explicación la soberanía de una conciencia colectiva. Es preciso revisar esas síntesis fabricadas, esos agrupamientos que se admiten de ordinario antes de todo examen, esos vínculos cuya validez se reconoce al entrar en el juego. Es preciso desalojar esas formas y esas fuerzas oscuras por las que se tiene costumbre de ligar entre sí los discursos de los hombres; hay que arrogarlas de la sombra en que reinan. Y más que dejarlas ver espontáneamente, aceptar el no tener que ver, por un cuidado de método y en primera instancia, sino con una población de acontecimientos dispersos.


Ver Foucault: la arqueología del saber.