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Tugendhat: Què és filosofia/es

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¿Qué es La FiLosofía?

What is philoSophy?

Ernst Tugendhat

I

Pese a todas las dudas acerca de la posibilidad de llegar a un acuerdo en torno a un concepto unitario de filosofía, debo hacer ahora un intento de acotar a qué nos referimos con este término. Inevitablemente, no todos estarán de acuerdo con dicho intento. El criterio debe ser aquí que ese concepto abarque tanto como sea posible de cuanto históricamente ha recibido ese título. [Y para mis propósitos es especialmente importante que el concepto sea tan amplio que abarque todas las controversias sobre el método de la filosofía]. ¿Qué es, pues, la filosofía?

Quizás el modo menos sesgado de proceder sea partir de algunas determi-naciones del concepto de filosofía propuestas por grandes filósofos reconocidos. Una definición muy concisa la encontramos en Husserl (Meditaciones cartesianas, §5): la filosofía es “ciencia universal a partir de una fundamentación absoluta”. Encontramos una determinación conceptual muy similar al comienzo de la Enci- clopedia de Hegel, si bien Hegel entiende de un modo completamente distinto al de Husserl tanto el concepto de universalidad como el de fundamentación absoluta. Conviene que dejemos de entrada en una cierta vaguedad los conceptos que apa¬recen en esta definición. Lo importante es lo siguiente: tanto Husserl como Hegel entienden la filosofía en primer lugar como una ciencia. Este es, pues, el género, y a continuación se distingue de las restantes ciencias (1) por su contenido y (2) por su método. Por su contenido: es, como dice Husserl, una ciencia universal: apunta de algún modo al todo. Por su método: se radicaliza el punto de vista de la fundamentación. Si no remontamos más atrás en la historia, hasta Platón y Aristóteles, en los dos primeros capítulos de la Metafísica de Aristóteles hallamos una definición muy similar: la filosofía es una ciencia suprema, y esto significa una ciencia que tiene en el máximo grado las propiedades que caracterizan a la ciencia: universalidad y fundamentación. Tomemos otra muestra más: Kant. Aquí el asunto es un tanto más difícil. En la Crítica de la razón pura (B866), Kant distingue entre un concepto de filosofía al que llama “académico”, y otro al que llama “mundano”. Según el concepto aca¬démico, la filosofía es “el sistema... de los conocimientos racionales a partir de conceptos”. No está claro sin más qué significa esto (volveré sobre ello la semana que viene). En cualquier caso, con esto Kant pretende caracterizar el lado metó¬dico de la filosofía, del que hasta ahora sabemos que se refiere a una determinada forma de fundamentación. Y por lo que respecta al llamado “concepto munda¬no”, Kant aclara que por este concepto entiende “lo que interesa necesariamente a cualquiera”. Sobre la base de esta aclaración llega a decir que la filosofía, según el concepto mundano, es “la ciencia de los fines últimos de la razón humana”. En lugar de los fines últimos de la razón humana, Kant podría haber hablado simplemente de los fines últimos de los seres humanos. Y lo que quiere decir con esos fines últimos puede aprehenderse bajo el rótulo de felicidad y de moral, y a su vez estos términos pueden ponerse bajo el rótulo del bien. Por consiguiente, la filosofía, según su concepto mundano, se refiere a lo que es bueno para nosotros; y ahora se diferencia de las otras ciencias por el hecho de que estas, consideradas desde el punto de vista práctico, solo pueden disponer medios para fines dados previamente, mientras que podemos plantearnos todavía algo así como un saber de aquello que para nosotros es bueno no como medio, sino como fin. Lo que Kant tiene aquí en mente como tema de la filosofía es algo que en la jerga actual podríamos denominar también la pregunta por el sentido de la vida. En efecto, la expresión “sentido de la vida” se refiere aproximadamente a lo que también po- dría denominarse la finalidad de la vida. Kant también remite aquí explícitamente al significado corriente del término “filosofía”, según el cual llamamos filósofo a alguien que sabe vivir correctamente, y esto significa también: que puede aconse¬jar correctamente a alguien, pues esto presupone, sin duda, que se trata de alguien que sabe lo que es bueno. De este modo Kant recoge explícitamente un significa¬do que ya tenía para los griegos la palabra “sophía” (sabiduría). Ahora bien, ¿qué relación tiene esta determinación del tema de la filosofía con la que antes hemos encontrado en Husserl, Hegel y Aristóteles, según la cual la filosofía debe apuntar de algún modo al todo? Para Husserl y Hegel, el bien for¬ma parte esencialmente de ese todo. Y también Aristóteles, en el citado pasaje al comienzo de la Metafísica, reflexiona explícitamente sobre el hecho de que el bien debe estar entre los principios supremos, en tanto que fundamento supremo de la acción. Podría decirse, pues, que la definición kantiana se limita a explicitar algo a lo que siempre ha aludido la autorreflexión de los grandes filósofos, y que po¬dríamos expresar así: si la filosofía, a diferencia de las otras ciencias, debe apuntar al todo, entonces con este todo se alude siempre al todo prácticamente entendido de nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Por tanto, el concepto mundano de filosofía del que habla Kant podría entenderse como un recordatorio especial de que, cuando aquí se habla de “el todo” o, como en Aristóteles, de lo más universal, esto no debe entenderse simplemente en sentido teórico, como si habláramos del mundo en tanto que el ámbito total de la experiencia teórica, sino que hay que entenderlo también, precisamente, en sentido práctico. ¿“También” en sentido práctico, o tal vez incluso prioritariamente en sentido práctico? Kant afirma el primado de lo práctico. Algo similar sucedía ya en Platón, de quien Aris¬tóteles tomó su punto de partida. Para Platón, ese saber especial al que se aspira en la filosofía, y que no es un saber de una ciencia particular, no solo se refiere al bien, sino que se refiere al bien por encima de todo.

¿Qué se sigue de todo esto para el concepto de filosofía? En este punto lo más razonable es, en mi opinión, asumir la indicación de Wittgenstein de que muchos conceptos deben entenderse en el sentido de los parecidos de familia. Wittgens- tein toma como ejemplo el concepto de “juego”. ¿Debe haber algo en común a todo juego? Wittgenstein responde: no. “Vemos una compleja red de semejanzas que se superponen y entrecruzan (...) No puedo caracterizar mejor estas seme¬janzas que con la expresión ‘parecidos de familia'; pues así se superponen y en¬trecruzan los diversos parecidos que existen entre los miembros de una familia: estatura, facciones, color de ojos, andares, temperamento, etc. Y diré: los ‘juegos' forman una familia. E igualmente forman una familia las clases de números, por ejemplo. ¿Por qué llamamos ‘número' a algo? Bueno, porque tiene un parentesco —directo— con algo que hasta ahora se ha llamado número; y de ese modo, cabe decir, cobra un parentesco indirecto con otras cosas a las que también llamamos así. Y extendemos nuestro concepto de número como cuando tejemos un cordel trenzando una hebra a otra. Y la fuerza del cordel no depende de que alguna de las hebras lo recorra en toda su longitud, sino de que muchas hebras se superpongan unas a otras”. (Investigaciones filosóficas, §§66 y sigs.)

También de las diversas concepciones de la filosofía puede decirse que for¬man una familia. Quizás teman ustedes que esto conduzca a cierta confusión, pero no es así. Tenemos que ver el concepto de filosofía como una familia de conceptos porque de lo contrario, de forma dogmática, ya no podríamos llamar filosofía a algo que otros llaman filosofía. Por supuesto, tampoco queremos tener un concepto indeterminado de filosofía, que cubra cualquier cosa posible y de ese modo oculte posibles decisiones, posibles encrucijadas. De lo que se trata es, más bien, de aclarar la relación de las distintas concepciones entre sí. La forma más sencilla de representarnos este asunto es imaginar que ante nosotros tenemos un mapa en el que señalamos ciertas regiones que en parte se superponen. Así pues, en lugar de hablar de hebras, como hace Wittgenstein, yo hablaré de regiones. Al continente, por decirlo así, en el que todo esto tiene lugar lo llamamos saber. Todas las definiciones mencionadas hasta ahora coinciden en que conciben la fi¬losofía como un determinado saber, o bien como la aspiración a un determinado saber. Pero naturalmente existen muchos tipos de saberes y ciencias a los que no se denomina filosóficos. Hemos visto tres rasgos que caracterizan a la filosofía entre los otros saberes: (1) que este saber debe referirse de algún modo al todo, o que es especialmente general, universal; (2) que aquí debe tratarse de una forma destacada de fundamentación; (3) que este saber debe referirse al bien. Tal como se introduce el concepto de filosofía en Husserl y Hegel, y ya en Aristóteles, no necesitaríamos hablar aquí de un parecido de familia, sino que en estos filósofos más bien coinciden las dos regiones del saber universal y del saber destacadamente fundamentado, y ambas abarcan, como una subregión, la región del bien. Pero si, como piensan Kant y Platón, el saber del bien ha de ser la determinación priori¬taria, se añade un punto importante que no existía en cuanto tal en la aclaración anterior. Ahora bien, podemos dar un paso más y precisamente separar las regio¬nes que hasta ahora coincidían en gran medida. Es fácil, por ejemplo, dejar que la región del saber universal y la de la fundamentación destacada se superpongan. Tomemos como ejemplo una concepción de la filosofía como la de Heidegger. Para Heidegger, la pregunta fundamental de la filosofía es la pregunta por el ser, y esto se ajusta a la imagen anterior en la medida en que el ser es, ya para Aristóteles, lo más universal. Por otra parte, Heidegger ha abandonado la idea de una funda- mentación absoluta. Por consiguiente, solo podemos inscribir su concepción en nuestro mapa si las regiones de la universalidad y de la fundamentación destacada ya no están simplemente superpuestas. Asimismo podemos ahora dar cuenta de la posibilidad de que alguien considere una concepción de la filosofía que se refiera al bien pero no se vincule necesariamente con una orientación hacia la totalidad ni tampoco con una fundamentación destacada.

Naturalmente, cada filósofo que fija su concepción de la filosofía del modo que hemos mostrado tiene sus razones para establecer delimitaciones más estric¬tas o más amplias. No me ocuparé aquí de esas razones. Me bastará simplemente con presentar el punto de partida para la producción de un mapa que fije descrip¬tivamente el estado de cada fijación conceptual en su relación con otras fijaciones conceptuales, de tal modo que los rivales puedan llegar a ponerse de acuerdo acerca del contenido de sus concepciones. Se plantea ahora la cuestión de si debemos separar más claramente aún las deli¬mitaciones a las que nos hemos referido hasta ahora. Todo lo que hemos dicho hasta aquí se basa, en efecto, en el supuesto de que en este asunto tratamos siempre de un saber o de una ciencia. ¿Pero no deberíamos contemplar también la posibilidad de que haya concepciones de la filosofía que no la vean como una ciencia? Esto signi-ficaría que ya no trazaríamos en el continente del saber el complejo total de nuestras tres regiones parcialmente superpuestas, sino que en parte dejaríamos que se aden-traran en el océano que baña las costas de ese continente. Se contemplaría enton¬ces la posibilidad de llamar filosofía también a una empresa que de algún modo se refiere al todo o al bien o a ambos, pero ya no en el modo del saber. Por supuesto, no tendría sentido seguir hablando de una fundamentación destacada más allá de la dimensión del saber, pues hablar de una fundamentación implica referirse esencial¬mente a un saber o una opinión, y por tanto no tendría ningún sentido fuera de esta región, tal como aquí la entendemos. Pero queda la posibilidad de que al menos dos de las regiones mencionadas hasta ahora, la referencia al todo y la referencia al bien, no se entiendan ya como saber. ¿Pero qué significa esto positivamente?

En este punto puede servirnos de ayuda una indicación de Hegel. Para Hegel hay tres modos de referirse a lo absoluto, es decir, al todo: el arte, la religión y la filosofía; y la filosofía se diferencia de los otros dos modos precisamente porque se refiere a lo absoluto en el elemento [Medium] del pensamiento o, precisamente, del saber. Ciertamente, Hegel toma así una decisión conceptual que no permite que el concepto de filosofía abarque más que el concepto del saber, pero al mismo tiempo esa decisión implica que una de las regiones que ha de ser igualmente de- finitoria del concepto de filosofía sobrepasa en y por sí misma el límite del saber para adentrarse en el ámbito del arte y la religión. “¿Qué importa eso?” —podría objetarse— “reconocemos ese parentesco, y sin embargo podemos establecer que solo llamaremos ‘filosofía' a la referencia al todo cuando esta referencia se realice en el elemento del saber o la opinión”. Sin embargo, tenemos que contar con la posibilidad de que no existan límites claros entre las regiones que hemos delimita¬do aquí. ¿Por qué no dejar abierta la posibilidad de una filosofía poética o de una filosofía religiosa, más aún cuando de hecho esas formas han existido histórica¬mente y siguen existiendo todavía? Y también desde otro punto de vista debemos estar abiertos a esta posibilidad de que determinadas delimitaciones contenidas en las concepciones tradicionales de la filosofía tengan que revisarse: en efecto, es perfectamente concebible que no exista esa nítida frontera, supuesta en las definiciones consideradas hasta aquí, entre la filosofía y las ciencias particulares. Más adelante profundizaré en este asunto. Pero por lo que respecta ahora al límite entre la filosofía y la religión y el arte, creo que hay poderosas razones para no suprimirlo. O en todo caso, es importante tener presente lo que está en juego aquí.

La problemática de la relación con la religión y la de la relación con el arte tie¬nen que tratarse enteramente por separado. Comenzaré por la religión. La religión y el mito, por un lado, y la filosofía por otro lado se encuentran de hecho muy próximos entre sí, pero precisamente por eso me parecen incompatibles. Después de que todas las determinaciones conceptuales que he mencionado hasta aquí per¬manecieran en un espacio bastante vacío y no se viera en absoluto por qué habría que asumir una tarea llamada filosofía definida de tal modo, ahora topamos con la cuestión de la motivación, que también guarda relación con la génesis histórica de la filosofía. Como es sabido, lo que llamamos filosofía, y aquello a lo que se remontan las determinaciones conceptuales mencionadas hasta aquí, surgió en Grecia en los siglos VI y V [a.C.], en un proceso de emancipación frente al mito y la religión. Como elemento constitutivo del mito y la religión puede considerarse lo que llamaré creencia [Glauben], que no entenderé en el sentido de fe o confianza (que asimismo es importante para la religión) , sino en el sentido de una forma específica de tener por verdadero, a saber: el tener por verdadero de forma in¬cuestionable. El tener por verdadero es lo que tienen en común la fe y la ciencia o la filosofía, y lo que distingue a ambas del arte. El criterio lingüístico del tener por verdadero es su expresión en proposiciones enunciativas. Las proposiciones enunciativas de distinguen de otras proposiciones (por ejemplo, las proposiciones imperativas o las optativas) en que están vinculadas a una pretensión de verdad. La portadora gramatical normal de un enunciado es la llamada proposición indi¬cativa, una proposición con la que decimos: “esto es así o asá”, y con cada “esto es así” se expresa una pretensión de verdad. Ahora bien, es característico de una proposición enunciativa, y del tener por verdadero que se expresa en ella, que se puede preguntar por su fundamentación o acreditación. Esto tiene que ver, preci¬samente, con su pretensión de verdad. La fundamentación es aquello que legitima la pretensión de verdad. [Con esto llego a un complejo de problemas que nos ocupará considerablemente en sus detalles]. Dependiendo de si alguien que tiene algo por verdadero y expresa una proposición enunciativa correspondiente puede (o no) fundamentar suficientemente esa proposición, decimos que esa persona no solo cree u opina [meint], sino que sabe aquello que tiene por verdadero. Por ejem¬plo: opino que, o me parece que [ich meine], hay un ratón en mi cocina. “¿Solo te lo parece, o lo sabes?”, podría preguntarme alguien. Yo puedo responder: bueno, saberlo no lo sé, solo hay ciertos indicios de ello, e incluso que hay estos indicios lo sé solo por mi mujer, que quizás me ha mentido o se ha equivocado. Pero también puedo responder: he visto el ratón, así que no solo me lo parece, sino que lo sé (en este caso la percepción funciona como fundamentación). O también puedo decir: aunque no he visto el ratón, los indicios son tan inequívocos que no han podido ser causados por ninguna otra cosa que no sea un ratón. En este caso la fundamentación es indirecta, pero suficiente, y diré: no solo me lo parece, lo sé. También puede describirse este hecho fundamental diciendo que por su propio sentido toda proposición enunciativa puede ser verdadera o falsa, pues en caso contrario no sería informativa, y esto explica por qué las proposiciones enun¬ciativas siempre están rodeadas por un aura de posibles dudas. Lo que hacemos cuando fundamentamos una opinión o una proposición es eliminar esas dudas, y por eso decimos que estamos seguros de algo, o que lo sabemos, justo cuando por lo menos nos parece que ya no podemos dudar más.

“creer” u “opinar”, pero el sentido en que usamos el verbo “opinar” en español no siempre coincide con el de su equivalente alemán (como se ve en el ejemplo del ratón en la cocina). Por eso a veces lo hemos traducido por la expresión “me parece que”. (N. del t.)

Regresemos ahora al tener por verdadero específicamente religioso. Antes lo he caracterizado como creer [Glauben]. La palabra “creencia” o “creer” es polisémi- ca. A veces la utilizamos en un sentido prácticamente equivalente a opinar [Meinen]. Así, yo podría haber dicho también: “creo que en mi cocina hay un ratón”. Pero cuando hablamos de creencias religiosas no nos referimos a una opinión no su¬ficientemente fundamentada (como la que considerábamos hace un momento), de tal manera que, como toda otra opinión, invita a dudar de ella, sino que nos referimos a una opinión de la que en sí misma se podría dudar, pero sobre la que no se admiten dudas. Se confía en ella como si fuese directamente un saber, en razón de su autoridad. Lo que se cree, en este sentido de creer, vale como fun¬damentado porque lo establece como verdadero una autoridad de la que no está permitido dudar. Puede llamarse sagrada a esa autoridad intocable. El contraste que aquí necesitamos entre religión y filosofía no consiste en que la religión se refiera a algo divino; el contraste no reside en el contenido de lo que se tiene por verdadero, sino en el modo del tener por verdadero. Se comporta religiosamente quien tiene por verdaderas determinadas cosas porque han sido transmitidas por una tradición o revelación sagradas e intocables. En cambio, se comporta filosófi¬camente, eventualmente en relación con los mismos contenidos, quien no permite que valga como fundamentación última la fundamentación según la cual alguna instancia especial dice que las cosas son así, sino que insiste en que también estos contenidos (igual que todos los otros contenidos que se afirman como verdade¬ros) deben poder ser fundamentados por nosotros mismos, si no ha de dudarse de ellos. Nos topamos aquí con la relación entre Ilustración y madurez intelectual [Mündigkeit] que Kant expuso en su opúsculo titulado ¿Qué es Ilustración? Quizás conocen ustedes las famosas frases con las que comienza este escrito: “La Ilustración es la salida del ser humano de la minoridad de la que él mismo es culpable. La minoridad es la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin la tutela de otro. Uno mismo es culpable de esa minoridad cuando su causa no está en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y de valor para servirse de él sin la tutela de otro. Sapere aude! «¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!» es, pues, el lema de la Ilustración”. Con el concepto de minoridad hallamos el hecho que hemos descrito antes. El concepto jurídico de minoría de edad, según el cual las personas por debajo de una determinada edad no pueden considerarse dotadas de capacidad jurídica y necesitan un tutor, remite al concepto psicológico de minoridad al que Kant alude aquí, el cual se supone cuando no se confía en que alguien tenga su entendimiento y su capacidad de juicio lo bastante formados como para poder tomar por sí mismo, es decir: autónomamente, sus decisiones vitales. Kant denomina “culpable” a ese tipo de minoridad que no se tiene por incapacidad, sino (como Kant dice a continuación) por comodidad. Pues bien, mientras que el concepto jurídico de mayoridad solo presupone que alguien tiene la capacidad de incorporar en sus reflexiones las consecuencias que tiene para él su quebrantamiento de las normas jurídicas, el concepto fundamental de mayoridad psicológica, asociado a la idea de Ilustración, es más amplio, porque presupone que el individuo está en condiciones y está dispuesto a cuestionar también el ca¬rácter internamente fundamentado de las normas recibidas, tanto si son normas jurídicas como si son normas morales, y esto significa, precisamente, no aceptarlas como válidas o como buenas sobre la base de una autoridad dada. Lo que Kant describe aquí como Ilustración caracteriza precisamente ese acontecimiento que tuvo lugar en Grecia en los siglos VI y V a.C. y por el que aquello que entonces se llamó filosofía se desmarcó de la actitud religioso-mítica. En un ensayo sobre los presocráticos contenido en el volumen Conjectures and Refutations, Karl Popper expone, a mi juicio con razón, que lo que caracterizaba a la primera escuela filo¬sófica de Mileto era que no se trataba de una escuela en el sentido usual conocido hasta entonces, consistente en transmitir una sabiduría, sino que se trataba de un proceso de crítica y examen. Desde el punto de vista del contenido doctrinal, lo que nos ha llegado de aquellos primeros filósofos son tesis que se refieren sobre todo a la estructura del todo de la naturaleza, y probablemente ya muy pronto se vincularon a estas preguntas también otras que se referían al derecho y la moral. Esta es la pregunta por el bien que hemos mencionado antes, y esta pregunta pasó luego a ocupar una posición central en el siglo V [a.C.], en los sofistas (es decir, en la Ilustración griega propiamente dicha) y Sócrates. El hecho histórico parece, pues, ser el siguiente: una característica general de las sociedades humanas antes de este acontecimiento que es la Ilustración parece ser que se mantienen unidas mediante un saber entre comillas, que de algún modo se refiere a la totalidad del mundo y al mismo tiempo al bien. Este saber-entre-comillas tiene el carácter de la creencia [Glauben] que hemos descrito antes. Se trata, pues, de un tener por ver¬dadero que funge en la práctica como un saber: se piensa que se puede confiar en él sin cuestionarlo, pero a diferencia de aquello a lo que llamamos cotidianamente “saber”, ese tener por verdadero no se apoya en la fundamentación, sino en la autoridad; no es un saber que se ha abierto paso a través de las dudas, sino que la duda no se admite, es indebida, pecaminosa. Pues bien, la Ilustración es la ruptura con esta sujeción a la autoridad, es por tanto la proclamación de la autonomía intelectual de los hombres, y esto significa concretamente: como parece que no podemos existir sin alguna forma de relación cognoscitiva con el todo y con el bien, ahora recurriremos a exactamente los mismos criterios de fundamentación que siempre han valido para el saber cotidiano, y ahora los aplicaremos también a ese saber que hasta ahora estaba bajo la protección de la fe, y ahora se dice: o bien podemos alcanzar un saber autónomo y fundamentado también acerca de esos estados de cosas fundamentales, o bien sabremos que ese saber era un saber aparente, y entonces tendremos que ver cómo podemos vivir sin un saber tal, pero no hay (no es posible) un retorno consciente a la minoridad, sino a lo sumo un re-torno inconsciente. Lo que en esa época surgió entre los griegos fue, pues, eso que retrospectivamente llamamos las ciencias particulares y, al mismo tiempo, lo que llamamos filosofía en sentido estricto. Por ambos lados se radicaliza y universaliza lo que ya en las sociedades míticas se llamaba cotidianamente “saber”. En primer lugar, ahora se investiga sistemáticamente e independientemente de los contextos práctico-técnicos; en segundo lugar, ahora se busca explícitamente el recorrido de la duda, es decir: el aspecto crítico, que pertenece ya al sentido del saber cotidiano, se reconoce ahora como fundamental para la adquisición sistemática de saber; y en tercer lugar, esta idea del saber se extiende ahora también a los dominios de la fe. Así pues, el surgimiento de lo que llamamos ciencias en general (es decir, de las llamadas ciencias particulares) y de esa ciencia especial que es la filosofía tuvo lugar más o menos simultáneamente.

Y lo que al comienzo de la historia de la filosofía no estaba tan claro, pero ha llegado a estarlo mucho más desde entonces, es que la filosofía se encuentra, pues, en un peculiar terreno intermedio: por su contenido se refiere más a aquello que una vez fue el dominio de la fe, pero por su forma se orienta más hacia un saber natural como lo son las ciencias particulares, y por eso la cuestión es si se puede alcanzar un saber en relación con estos temas específicamente filosóficos que caen fuera de las ciencias particulares. La duda de si puede haber siquiera un saber de la totalidad y del bien (y esto significa: si puede haber siquiera un saber específicamente filosófico) ha acompañado a la filosofía desde el principio. Cabría pensar que esta posibilidad de que quizás aquí no haya absolutamente nada que conocer es una razón más para mantener abierta la frontera con el mito. Pero yo creo que esto sería un malentendido. Ya he dicho que no veo cómo se puede retor¬nar conscientemente a la fe. Pero tanto si esto es posible como si no, en cualquier caso eso no se sigue de que se reconozca que sobre estas cosas nada se sabe en el sentido natural del término, y que quizás no se pueda saber nada, o que incluso no haya aquí nada que saber. Como ya hemos dicho, la consecuencia correcta sería ver cómo se puede vivir sobre la base de, precisamente, el reconocimiento de ese hecho.

Al deslindar la filosofía de la religión, partí de la pregunta de si hay que aferrar¬se a la idea de que la filosofía debe ser un saber. Las reflexiones que he desarro¬llado ahora muestran que hay que matizar esa definición de la filosofía como un saber precisamente si se piensa que no hay que mantener abierta la frontera con la fe. El deslinde frente a la fe ha mostrado que lo característico de la ciencia no se capta diciendo simplemente que se trata de un saber. Más bien se piensa en la bús¬queda crítica del saber, en la pregunta por la fundamentación, o en la formulación clásica de Sócrates, en la capacidad de logon didonai, que en latín se tradujo como rationem reddere (dar cuenta o razón de algo), es decir: precisamente fundamentar aquello que se cree saber. Es este aspecto, que por supuesto se encuentra ya en el concepto natural de saber, el que pasa a ser central en el interés explícito por saber que se da con la formación de algo así como la ciencia. Hay que subrayar esto por¬que precisamente acabamos de ver que también se puede denominar a la fe como un saber entre comillas, porque la fe funge en la práctica como un saber aunque no pueda dar cuenta autónomamente de aquello que cree. Así, la diferencia deci¬siva en relación con la fe solo puede caracterizarse diciendo que uno se expone a la duda, y esto también tiene que ver con que la duda puede resultar insuperable. En tal caso, el saber que se quiere alcanzar consistiría solamente en saber que no se sabe. La mayoría de ustedes sabrán que esta era la concepción de la filosofía que tenía Sócrates, tal como se la describe de un modo especialmente explícito en la Apología de Platón, es decir, en la defensa de Sócrates ante el tribunal que lo juzgó. En ese texto, Sócrates presenta la tarea de su vida de este modo: a sus conciudadanos, que siempre creían saber algo acerca de las cosas esenciales de la vida, Sócrates les preguntaba por los fundamentos de su presunto saber; les exigía logon didonai, y una y otra vez quedaba de manifiesto que ellos sólo creían saber y que en realidad no sabían, puesto que no podían fundamentar lo que creían saber, mientras que Sócrates al menos sabía que no sabía. Lo que muestra la Apología de Platón es el choque de la pretensión de saber filosófica y autónoma con el saber tradicionalista y basado en la fe. Y que esta actividad de Sócrates condujese a su condena a muerte era lo más consecuente, porque una comunidad asentada sobre la fe se ve socavada en sus fundamentos normativos si se permite que se dude y se exige que se fundamente lo que se cree acerca de lo bueno y lo justo. Esta con¬cepción socrática se relaciona también con el significado especial que se da a la pa¬labra “filosofía” en los primeros diálogos de Platón: (pilooo(|áa quiere decir, en efecto, “amor a la sabiduría”, y la tesis es que en relación con el bien nosotros los hombres solo podemos aspirar al saber, esto es: a la sabiduría. Esta no era la opi¬nión de, por ejemplo, Hegel, mientras que en este punto Husserl ocupa en cierto modo una posición intermedia. Husserl caracteriza la idea de una ciencia universal de fundamentación absoluta como una mera idea que no es posible realizar com-pletamente, pero a la que podemos aproximarnos paso a paso. Creo que debería estar claro que debemos elaborar nuestro concepto de filosofía tan ampliamente que incluyamos todas estas diversas concepciones sobre la cuestión de si en este terreno es posible un saber y hasta qué punto lo es.

Diré ahora algo más para zanjar la cuestión de si tiene sentido dejar abierta la frontera que separa a la filosofía de la religión, la fe y el mito. Antes quisiera hacer una observación metódica importante, válida de manera general para las definiciones conceptuales. La pregunta de si usamos un término en un sentido más o menos amplio no es nunca una cuestión veritativa. No se puede decir: es falso llamar filosofía a esto o aquello; solo podemos decir: es falso llamar filoso¬fía a esto o aquello si se ha definido el concepto de filosofía de tal o cual forma. Lo que debe exigirse es simplemente esto: que se tenga en cuenta con precisión cómo se emplea un término, es decir: cómo se define el concepto, y se tenga claro cómo se relaciona esta definición con otras definiciones posibles. Por supuesto, cualquiera es libre de entender la palabra “filosofía” en un sentido tan amplio que no se limite al saber fundamentado, sino que pueda incluir también la fe basada en la autoridad, y es incluso un hecho histórico que existe algo tal como las filoso¬fías cristianas. Si yo no admito esa ampliación del concepto es porque considero que esta frontera es especialmente importante. Creo que quien la desdibuja elude una decisión que en realidad no ha tomado. Se trata aquí, me parece a mí, de dos actitudes radicalmente distintas, y si aquí no se reconoce la frontera entre ambas esto conduce a que uno reconoce los criterios de fundamentación para una parte de sus propios enunciados, pero no para otra parte. Ésta es quizás una actitud posible, pero al menos debería estar claro en qué punto se traspasa la frontera, y por esta razón tiene sentido trazar esa frontera con nitidez. [Pues me parece claro que en cualquier caso no hay aquí un tránsito gradual. Pero en el contexto de este curso tengo todavía una razón más para trazar nítidamente esta frontera, y es la siguiente: la pregunta del curso atañe a los posibles métodos de la filosofía, y es constitutivo de la fe no seguir ningún método, precisamente porque la fe no es una forma de conocimiento, sino que se limita a extraer sus verdades de una fuente autoritativa. Al interrogarme en este curso por los posibles métodos de la filosofía, quiero tomar la palabra “métodos” en su sentido corriente, esto es, como métodos de fundamentación. Ya he mencionado que el problema especial de la filosofía en contraste con las ciencias particulares consiste en que de entrada no está nada claro cómo se pueden fundamentar en absoluto los enunciados que apuntan de algún modo al todo y al bien, y esto significa, según hemos dicho, que no está claro si en este ámbito es posible un saber en el sentido natural del término. La pregunta de si la filosofía tiene un método es, pues, idéntica a la pregunta de cómo pueden fundamentarse los enunciados filosóficos, y esto lleva a preguntarse cómo es posible la filosofía. Esta pregunta perdería su sentido si se plantease en relación con la fe, simplemente porque la fe no plantea absolutamente ninguna pretensión de fundamentación. Así pues, si alguien prefiere un concepto de filosofía más amplio, que abarque también enunciados o un tener por verdadero que no plantee ninguna pretensión de fundamentación, no necesito discutir con él el significado del término: esa persona concederá que la pregunta que aquí se plantea sobre las posibilidades de fundamentación de los enunciados filosóficos solo es relevante para la parte de su concepto amplio de filosofía que coincide con mi concepto de filosofía, más restringido.]

¿Y qué sucede con la frontera entre la filosofía y el arte? Hay quien opina que entre la filosofía y el arte no debería trazarse una frontera nítida. Creo que eso es falso. La frontera con el arte es mucho más inequívoca que la frontera con la fe. La dificultad de trazar la frontera entre la filosofía y la fe consistía en que ambas son modos de tener por verdadero, y esto puede captarse lingüísticamente por el hecho de que ambas se expresan en enunciados. Por eso existe aquí una auténtica competencia entre ambas, como puede captarse de un modo clarísimo en relación con los enunciados morales. Uno y el mismo enunciado moral, por ejemplo “no se debe matar”, puede aparecer en un texto religioso y también en uno filosófico, y entonces se contraponen abiertamente la legitimación religiosa (Dios lo ha orde-nado) y la fundamentación autónoma y natural. Por el contrario, el arte no consis¬te en tener algo por verdadero, y a su vez esto puede captarse lingüísticamente en el hecho de que no formula enunciados. Esto se comprende por sí mismo para las artes no lingüísticas. En el arte lingüístico, la literatura, aparecen enunciados, pero en esa forma de literatura para la que esto es más inequívocamente válido, es decir: la novela, la narrativa, la epopeya, los enunciados no se utilizan con una intención significativa directa, sino con una modificación como-si [Als-ob] o modificación de la fantasía. El escritor no expresa opiniones con sus enunciados, no dice “esto es así”, sino que describe posibilidades. Por eso mostraría que no comprende lo que se pretende decir en un texto literario quien quisiera enredar al autor en argumen¬taciones sobre la verdad de sus enunciados. Un literato o un poeta presenta algo que ni necesita fundamentarse ni puede estarlo. Aunque también él tiene algo que ver con las preguntas acerca de la vida buena, el artista no hace afirmaciones sobre ese tema, y por eso no compite con un texto religioso o con un texto filosófico. Se puede fundamentar los enunciados morales en la religión, por medio de la auto¬ridad, y se puede intentar fundamentarlos filosóficamente, es decir: naturalmente, pero no se los puede fundamentar artísticamente, simplemente porque eso no está implícito en el sentido del lenguaje artístico. Como aquí no existe una relación de competencia, alguien puede tanto filosofar como poetizar, solo que no puede hacerlo al mismo tiempo. La actitud autoritativa y la argumentativa, es decir: la del creyente y la filosófica, se excluyen mutuamente porque al menos en parte tienen el mismo tema y formulan los mismos enunciados, aunque se comportan hacia ellos de formas diferentes. En cambio, el artista no fundamenta, no porque pros¬criba la duda, como el creyente, sino porque trata con una materia que de ningún modo plantea dudas, en el sentido teórico de esta palabra. Este contraste quizás sea problemático, pero en todo caso me parece que para la demarcación de la filosofía frente a la literatura vale lo mismo que frente a la fe: es razonable mantener una delimitación estricta al menos en el contexto de la problemática de este curso, porque en el arte, como en la fe aunque por razones diferentes, no se plantea la cuestión de la fundamentación. [Así pues, puedo decir una vez más: quien tenga en mente una filosofía literaria o poética, no puede plantear para este tipo de filosofía la cuestión de cómo fundamenta esta filosofía sus enunciados, pues si entablase enunciados con una pretensión de fundamentación sería filosofía en mi sentido acotado del término, y no poesía.] Mantengo, pues, mi idea de inscribir la filosofía —como quiera que los distintos filósofos la definan con más precisión por lo que respecta a su conteni¬do— en el ámbito del pensamiento científico, con las pretensiones de fundamen- tación características del concepto natural de saber.

Antes hemos visto que hay filósofos como Husserl o Hegel que incluso van más allá y proponen una idea de la filosofía según la cual la filosofía se distingue de las ciencias particulares no solo por un tema especial, sino también porque fun¬damenta sus enunciados de una forma superior o más radical o absoluta en algún sentido. Retendremos esta idea solo como una tesis posible. Nuestro problema es cómo puede la filosofía fundamentar las preguntas que plantea. ¿Existen —así cabe formular nuestra pregunta— métodos filosóficos específicos, es decir: modos de fundamentación específicamente filosóficos? Esta es la pregunta general, y esta pregunta abarca la pregunta de si hay modos filosóficos de fundamentación que además sean más estrictos o superiores en algún sentido a los del resto de la ciencia.

Lo que quiero hacer en este curso es poner a prueba el acierto de las distintas concepciones de los métodos particulares de la filosofía. La idea de que hay una forma de fundamentación filosófica especial implica que la filosofía se eleva de algún modo por encima de las ciencias particulares, y si consideramos que lo que caracteriza a las ciencias particulares a excepción de las matemáticas es el hecho de que todas son ciencias empíricas, lo cual significa que fundamentan sus cono¬cimientos mediante la experiencia, esto querría decir que de algún modo existe un ámbito de conocimiento anterior o superior a la experiencia, y naturalmente esto suena extraordinariamente extraño. Es lógico sospechar que este ámbito fi¬losófico especial no es otra cosa que un residuo secularizado del origen religioso de la filosofía. Por una parte debe tratarse de un saber que pueda fundamentarse autónomamente, pero si en este saber filosófico debe hacerse valer el sentido na¬tural del saber en contraposición a la fe religiosa, entonces solo cabe pensar que lo que denominamos saber en sentido cotidiano es siempre un saber susceptible de fundamentación empírica. Por eso en la filosofía moderna ha habido una y otra vez tendencias opuestas que han cuestionado la posibilidad de un saber es¬pecíficamente filosófico. El primero y el más importante filósofo que defendió esta posición fue David Hume. Según Hume solo hay dos tipos de saber legítimo: en primer lugar, el saber empírico; y en segundo lugar la matemática. En nuestro siglo el positivismo lógico defendió básicamente la misma concepción. Esta co¬rriente floreció a principios de los años treinta en el llamado Círculo de Viena en torno a Schlick y Carnap, y los ensayos programáticos más importantes de esta escuela se publicaron en los dos primeros volúmenes de la revista Erkenntnis. Por positivismo se entiende, en general, que solo el saber así llamado positivo (y esto quiere decir: saber empírico) es un verdadero saber. El nuevo positivismo se llama positivismo lógico porque concede que la lógica no sea empírica, si bien por otra parte solo consta de tautologías, y supone que por su parte la matemática se fun¬damenta enteramente en la lógica. De ahí resulta, como en Hume, que solo hay dos tipos de conocimiento: el conocimiento analítico de la lógica y la matemática, y el conocimiento empírico de las ciencias empíricas.

Si queremos orientarnos acerca de la pregunta de si son posibles los enuncia¬dos específicamente filosóficos y una forma específicamente filosófica de funda- mentación, en cierto modo tendremos que situarnos entre esta posición escéptica y la tesis de que hay fundamentaciones filosóficas especiales, tesis que encontra - mos en la fenomenología de Husserl y en el idealismo alemán de Fichte y Hegel, y finalmente también en Kant. A primera vista la posición escéptica es muy atractiva, pero al examinarla con más detenimiento surgen algunas dificultades. Debemos ser escépticos también frente al escéptico. Así se plantea en seguida la pregunta por el sentido de esas afirmaciones que hacen estos mismos filósofos escépticos y para las que pretenden verdad. ¿Cómo se fundamenta a su vez el enunciado de que todos los enunciados con sentido se fundamentan en la experiencia? No es posible considerarlo a su vez como un enunciado empírico. Además se plantea inmediatamente la siguiente pregunta: ¿qué hay que entender por “experiencia”? ¿Es una cuestión empírica la propia cuestión de qué hay que entender por expe¬riencia? Tanto Hume como los positivistas lógicos formularon, por ejemplo, al¬gunas conjeturas muy concretas acerca de qué significa contrastar empíricamente un enunciado. Se consideró que las proposiciones empíricas más elementales eran las proposiciones acerca de nuestros “datos sensoriales”, es decir, proposiciones con un contenido como éste: “ahora tengo una representación de amarillo”. Por el contrario, desde entonces se ha impuesto de manera bastante general la opinión de que las proposiciones empíricas más elementales no son proposiciones de cada individuo acerca de sus concenidos perceptivos, sino enunciados acerca de objetos intersubjetivamente perceptibles en un sistema espacio-temporal objetivo. En este lugar no podemos ocuparnos de analizar cuál de estas concepciones es correcta. Lo que nos importa es comprender que ya la tesis de que solo existen el saber lógico-matemático y el saber empírico es en cierto modo contradictoria, porque ella misma es un enunciado que no es ni lógico ni empírico, y además da ocasión a otras preguntas como, por ejemplo, qué significa “experiencia” o qué significa “saber fundamentado en la experiencia”. De este modo se muestra que precisa¬mente al establecerse las llamadas ciencias particulares se presupone un determi¬nado todo: justamente la totalidad de la experiencia científica, que no estaba aún presente de este modo, al menos de forma explícita, en el todo previamente dado en la vida precientífica, mítica. La filosofía no se limita a asumir, con un acceso nuevo, la perspectiva de ese todo que estaba dado previamente en la vida mítica, y que por su propio sentido solo podía ser objeto de la fe, sino que algunas cosas se eliminan y otras solo pueden observarse mediante un acceso específicamente científico, y sin embargo lo que permanece, aunque eventualmente en un sentido nuevo, es la perspectiva dirigida hacia el sentido de la vida, hacia el bien. ¿Significa esto que el positivismo lógico no puede sostenerse de forma tan rigurosa, y que efectivamente existe un ámbito de conocimiento filosófico autosuficiente? Esta cuestión tendremos que analizarla todavía, pero ya ahora quisiera apuntar una posibilidad muy plausible: dado que nosotros, los seres humanos, somos también objeto de la ciencia empírica, se plantea la cuestión de si también las preguntas como la que yo acabo de mencionar (la pregunta por la esencia de la experiencia científica, y esto significa la experiencia humana en general) no podrían a su vez competer a determinadas ciencias empíricas. La cuestión de la esencia de la ex¬periencia humana y todo lo relacionado con ella podría ser tema de la psicología y la biología, y la cuestión del bien podría ser tema de las ciencias empíricas de la cultura. Hoy hay incluso mucha gente que considera que esto es sencillamente obvio, de tal modo que finalmente se eliminaría esa necesidad de un método de fundamentación propio de la filosofía. Esta es la razón por la que debemos evitar partir de una concepción de la filosofía que trace de antemano una estricta fron¬tera entre la filosofía y las ciencias particulares. Por supuesto, la perspectiva que acabamos de apuntar tiene también sus dificultades. No está claro sin más cómo podemos preservar las preguntas filosóficas como tales preguntas filosóficas si las abordamos empíricamente. Solo digo que no está claro sin más, no afirmo que no sea posible. Es evidente que la propia investigación empírica filosóficamente relevante necesita una dirección filosófica, y esto parece presuponer a su vez que existe algo así como una reflexión específicamente filosófica que hay que distin¬guir de la investigación de las ciencias particulares. Con esto hemos mencionado algunas preguntas que se tornan especialmente acuciantes cuando se muestra que no existe un ámbito propio de la filosofía. Por lo que respecta a este asunto, en este curso solo podré apuntar algunas perspecti¬vas, en primer lugar porque yo mismo no tengo una concepción clara sobre esto, y en segundo lugar porque el verdadero cometido de este curso, en tanto que curso de introducción y orientación, debe consistir en que yo discuta críticamente las ideas que existen acerca de posibles fundamentaciones filosóficas autosuficientes, diferentes de las ciencias particulares.

II

La semana pasada intenté ante todo distinguir la filosofía de la religión, por una parte, y del arte por otra. La necesidad de esta distinción resultaba del hecho de que las tres —la filosofía, la religión y el arte— se refieren de algún modo al todo, pero cada una en un medio [Medium] diferente. La filosofía forma parte de la ciencias, en cierto modo ella misma es ciencia, y esto significa que se refiere a la verdad, y lo hace en el modo de la fundamentación. Su elemento [Medium] es la pregunta y con ello al mismo tiempo la duda, y su procedimiento es argumentativo y metódico, puesto que consiste en preguntarse por razones. Hasta tal punto es la duda su elemento, que es una cuestión abierta si en filosofía podemos siquiera salir de dudas (ir más allá de saber que no sabemos). Ahora bien, la distinción frente a la religión por un lado y frente al arte por otro, y en relación con ello la pertenencia de la filosofía al terreno de la ciencia, exigen profundizar en la diferencia entre la filosofía y las ciencias, y este será el tema de esta segunda lección de hoy. Si lo que distingue la filosofía de la religión y el arte tiene que ver con la proximidad de la filosofía a la ciencia, por el contrario la necesidad de distinguir la filosofía de las ciencias tiene que ver con el aspecto que la filosofía tiene en común con la religión y también con el arte, y es el hecho de que siempre se trata de algún modo de la vida como un todo. En la clase anterior dejé muy indeterminado este concepto del todo, y solo puede aclararse si profundizamos en la diferencia entre la filo¬sofía y lo que característicamente se denomina ciencia particular, y una vez más tendremos que estar preparados para encontrar aquí concepciones diversas. Es mucho más fácil decir en qué medida las ciencias particulares se refieren a ámbitos parciales que determinar aquello que rebasa de algún modo esos ámbitos parciales y debe ser precisamente el terreno de la filosofía. Cuando nos preguntamos qué es una determinada ciencia particular como la física, la biología, la sociología o las ciencias relacionadas con el arte, podemos sencillamente señalar un determinado ámbito de objetos: la naturaleza inanimada, la vida, las relaciones sociales, los pro¬ductos del arte y su historia, etc. Naturalmente, con esto todavía no se ha dicho mucho, y habría que decir algo sobre la perspectiva desde la que se tematiza ese ámbito de objetos y sobre el método empleado, pero, con todo, es un comienzo. En el caso de la filosofía ni siquiera podemos comenzar con tal designación de un ámbito de objetos. ¿O debemos decir que, como la filosofía se refiere al todo, su ámbito de objetos es precisamente el mundo? Pero ¿qué queremos decir con “el mundo”? No obstante, hay un filósofo de nuestra época que comenzó exactamen¬te así, con un enunciado acerca de el mundo: Wittgenstein en su Tractatus; y la ma¬yor parte de los filósofos presocráticos procedieron de manera similar al designar su tema como el mundo (ho kosmos) o como la naturaleza (he physis), que para ellos venía a ser lo mismo. Pero este concepto de “el mundo” parece prejuzgar que nos referimos a eso que también nosotros llamamos la naturaleza, no parece abarcar inmediatamente el mundo humano, y por eso resultó que este término (el mundo) no abarcaba lo suficiente aunque pudiera parecer el concepto más amplio. Por eso en general la filosofía no se ha orientado por este término. Partamos de nuevo de los ámbitos particulares de las ciencias. Cabría pre-guntarse si la ciencia particular también tematiza en cuanto tal el ámbito en el que investiga. ¿Se interroga la física por la naturaleza en cuanto naturaleza, se interroga la historia del arte por el arte en cuanto arte, o la matemática por la esencia de los objetos matemáticos? Esto es tal vez discutible, pero en todo caso existe también algo tal como la filosofía de la naturaleza, la filosofía del arte, la filosofía de la matemática. Nos las habríamos aquí con un terreno limítrofe entre la ciencia particular y la filosofía. Pero entonces puede darse un paso más. Lo que con seguridad ya no es tema de ninguna ciencia determinada es aquello que tienen en común todos los ámbitos de objetos, y entonces podría decirse que este es el ámbito temático primario de la filosofía. ¿Pero existe siquiera algo así? Sí, parece que realmente existe algo así. Tomemos como ejemplo el propio concepto de objeto. Hay objetos de la física y objetos de la matemática, pero ¿qué tienen en común? ¿Qué es un objeto en tanto que objeto? Por esta vía llegamos al modo en que Aristóteles define lo que él denomina filosofía primera. Él no utiliza el término “objeto”, sino el término “ente”. Todo lo que en general es, precisamente es, y esto significa que es ente. Por eso según Aristóteles la primera pregunta de la filosofía reza así: ¿qué es el ente en cuanto ente? O formulada de otro modo: ¿qué hay que entender por el hecho de que algo en general es? Y Aristóteles añade: y todo lo demás que corresponde al ente en cuanto ente. Con este “lo demás” se refiere a los otros conceptos que asimismo son tan generales que no pertenecen al ámbito de objetos de una ciencia especial, tales como, por ejemplo, los conceptos de identidad o verdad, o la contraposición entre posibilidad, realidad y necesidad, o el concepto de relación, o el de propiedad, o la oposición entre particular y uni¬versal. Por supuesto, también este enfoque parece contener un sesgo, quizás no a favor de la naturaleza, pero sí a lo que en todo caso cabría denominar el mundo de la teoría, el mundo teórico —parece faltar aquí lo práctico, que sin embargo, como hemos visto, debería estar ahí desde el principio—. A favor de esta idea podemos tomar también el siguiente indicio. Se habla de la contraposición entre ser y deber ser. Pero si realmente existe esa contraposición, el concepto de ser y ente no es, a su vez, lo bastante amplio. El sesgo a favor de lo teórico que encontramos en esta concepción de la filosofía tiene que ver, por supuesto, con el hecho de que todas las ciencias particulares son disciplinas teóricas. Por eso si, por abstracción a partir de estas ciencias, ascendemos hasta una disciplina formal universal, no obtenemos un concepto de filosofía que haga justicia a su intención originaria de alcanzar el todo. Desde que es consciente de esto (y esto significa: precisamente desde esa concepción abstractiva aristotélica), la filosofía se las ha arreglado afirmando que existen ambas cosas: una filosofía teórica que se ocupa de las determinaciones más universales del ente, y una filosofía práctica que se refiere al deber ser.

Contrastemos de nuevo estas ideas recurriendo a un filósofo clásico. Tomemos a Kant. También Kant distingue la filosofía teórica y la filosofía práctica. Pero ahora quiero señalar otro asunto, y es el modo en que Kant deslinda la filo¬sofía frente a las ciencias particulares. Aunque para Kant la filosofía teórica en su conjunto no se agota en esta definición, cabe no obstante decir que eso que para Aristóteles era la pregunta por el ente en cuanto ente (es decir, la ontología) se transformó en Kant en una pregunta que se formula así: ¿cuáles son las condicio¬nes de posibilidad de la experiencia? En este punto Kant se atiene todavía más a la orientación por una ciencia teórica particular: la ciencia teórica de la naturaleza, la física. La física es para él la ciencia empírica sistemática por excelencia. Ahora bien, frente a esta ciencia empírica Kant realiza un movimiento de abstracción similar al que emprendiera Aristóteles con su pregunta por el ente en cuanto ente. Solo que este movimiento de abstracción adquiere ahora, en Kant, un giro más subjetivo. Kant pregunta: ¿qué es lo que constituye que algo pueda ser objeto de experiencia?, y esta es precisamente la pregunta por la condición de posibilidad de la experiencia en general. En el contexto de la pregunta así definida retornan los mismos conceptos formales que según Aristóteles pertenecían a la ontología: conceptos como posibilidad y realidad, particularidad y universalidad, etc.

Pues bien, partiendo de esta definición kantiana de la filosofía teórica, o al me¬nos de una parte de la filosofía teórica, puede darse un paso más, que se encuentra en Husserl. Puede decirse, en efecto, que la experiencia científica (y por tal puede entenderse ahora toda ciencia empírica, y no solo la ciencia de la naturaleza) se inscribe a su vez en el todo de nuestra experiencia precientífica —Husserl acuñó el concepto de mundo de la vida para referirse a ese todo de nuestra experiencia pre-científica—. Aquí reaparece, pues, el concepto de mundo, pero ahora se lo define de modo tal que este concepto ya no se refiere al todo de la naturaleza, sino que el todo se comprende ahora a partir de nosotros. Abarca el todo de la naturaleza pero es el todo en el que vivimos (y por eso es el mundo de la vida). Es un todo contemplado desde nuestra perspectiva, y esto tiene como consecuencia que este concepto de mundo no debe ser interpretado en primer término de modo teórico. El todo en el que vivimos no es solo lo fáctico, sino también lo posible, y ante todo: no es solo lo que existe para la teoría, sino también el sentido a partir del cual nos comprendemos a nosotros mismos —o en el caso límite negativo, el sentido que nos falta—. Heidegger, discípulo de Husserl, asume este concepto de mundo cuando habla del humano ser-en-el-mundo, y en un breve escrito publicado poco después de Ser y tiempo, titulado De la esencia del fundamento, Heidegger presenta un bosquejo histórico del desarrollo del concepto de mundo en el que muestra que ya los primeros filósofos presocráticos comprendían el concepto de kosmos no solo de un modo teórico, sino también práctico, y por supuesto este matiz práctico también se expresa en la idea kantiana de un concepto mundano de filosofía, a la que me referí en la clase anterior.

El concepto de mundo de la vida de Husserl nos da, pues, la posibilidad de comprender ese todo al que debe referirse la filosofía de un modo que ya no es puramente teórico, sino que abarca por igual la filosofía teórica y la filosofía prác¬tica. Por supuesto, en este punto debo rechazar dos malentendidos. En primer lugar, se mantiene, como es natural, la distinción entre ser y deber ser, pues no se trata de borrar ciertas distinciones que tienen un fundamento objetivo, sino solo de disponer de una concepción general lo bastante amplia como para poder hacer en su interior esas distinciones. En segundo lugar, naturalmente también la filosofía práctica es, por su parte, filosofía teórica. Se llama “práctica” solo porque su tema es la praxis. Todo esto no cambia nada en la definición fundamental en la que insistí en la clase anterior, según la cual la filosofía es esencialmente científica, y esto significa: teórica.

Pero con esta indicación de que el tema de la filosofía debe ser el mundo de la vida todavía sabemos muy poco. De entrada casi no es otra cosa que una mera palabra, y lo que quisiera mostrar al terminar la clase de hoy es que detrás de este título se ocultan posibles decisiones de las que depende que la filosofía se interprete en una u otra dirección. A primera vista parece lógico vincular esta nueva definición, lo más estrechamente que sea posible, a la definición aristotélica de la ontología. Si según la concepción ontológica se trataba de la aclaración de conceptos formales que son similarmente fundamentales, como el concepto de objeto o el de ente, así también se trataría, según la concepción que ahora anali¬zamos, de aclarar tales conceptos fundamentales, solo que ahora podemos decir que esos conceptos son precisamente aquellos que ya siempre están dados junto con nuestra vida o, para decirlo más precisamente, junto con nuestra compren¬sión. Esta aproximación más subjetiva permite asumir igualmente los conceptos fundamentales de la ontología, solo que ahora formularemos la cuestión diciendo que estos conceptos de ente, identidad, verdad etc., son conceptos que ya siempre comprendemos de algún modo. Ahora bien, esta aproximación permite al mismo tiempo ampliar la base de nuestra concepción de tal modo que podamos acoger también los conceptos fundamentales de la psicología filosófica, de la teoría de la acción y de la ética. Si partimos, por ejemplo, del concepto de verdad, podemos decir ahora: la verdad es algo a lo que apuntamos en todos nuestros juicios, y nues¬tras proposiciones enunciativas están asimismo referidas a la verdad. Algo como juzgar o como afirmar una proposición son conceptos fundamentales de los que podemos decir, igual que del concepto de verdad, que ya siempre los compren¬demos de algún modo. Y al igual que el juzgar, así también el querer y el desear; o al igual que el enunciar, así también el pedir o el preguntar. Y exactamente lo mismo sucede con conceptos tales como el de conciencia, autoconciencia o razón. O también con los conceptos de actuar, de intencionalidad o de responsabilidad.

Los conceptos fundamentales de espacio y tiempo, número y causalidad, podría haberlos mencionado ya en relación con la pregunta de Kant por la condición de posibilidad de la experiencia. Pues bien, no es casual que estos conceptos remitan unos a otros en determi-nados contextos. Y cabe preguntarse si no estarán todos ellos relacionados entre sí de un modo más o menos directo o indirecto. Ciertamente, muchos de estos conceptos no pueden aclararse en absoluto sin hacer referencia a otros, y así cabe hablar aquí de una red conceptual.

Con esto habríamos avanzado un paso más. Si nos preguntamos por el tema de la filosofía, ahora podríamos decir algo más que esa referencia indeterminada al todo. Podríamos decir que el tema de la filosofía son los conceptos que perte¬necen a nuestro mundo de la vida, y si queremos evitar este terminus technicus de “mundo de la vida”, un tanto inusual, podemos decir que son conceptos que ya siempre comprendemos de algún modo.

Se equivocarían ustedes, por supuesto, si creyeran que esta es una concepción que existe solo desde que Husserl acuñó el término de mundo de la vida. Este tér-mino simplemente permite integrar en un entramado un tanto más unitario algo que ya siempre ha estado presente en la filosofía. Si nos preguntamos cuáles eran los temas de los que se ocuparon Sócrates y Platón, una y otra vez encontramos esta pregunta: “¿Qué es esto y aquello?”, siendo el objeto de estas preguntas por el qué-es siempre conceptos sobre los que también Sócrates y Platón subrayaban que ya siempre los comprendemos. Y en buena medida, aunque es cierto que no exclusivamente, esto es válido para toda la historia de la filosofía. La filosofía con-siste, pues, en buena medida en aclaraciones de conceptos. Como ustedes saben, yo represento en nuestro Instituto la así llamada filosofía analítica, y podrían uste¬des creer que de ahí viene el que yo conceda tanta importancia a las aclaraciones de conceptos. Pero la particularidad de la filosofía analítica es la importancia que concede al lenguaje en la aclaración de conceptos —se recurre al lenguaje como al elemento [Medium] en el que nos son dados en general los conceptos—. Pero si hacemos abstracción de esta peculiaridad, en gran medida es verdad para toda la tradición filosófica que en ella se trata de aclarar conceptos. También, por ejemplo, una obra como la Lógica de Hegel tiene que ver con aclaraciones de conceptos, naturalmente con una concepción muy determinada (una concepción dialéctica) de lo que es un método adecuado de aclaración conceptual, pero no obstante aclaración conceptual, después de todo.

Si esto es correcto, resulta de ahí un peculiar contraste entre filosofía y cien¬cias. Las ciencias tienen que ver con hechos y eventualmente con regularidades legaliformes —y esto también son hechos, solo que son hechos generales—. Para expresarlo en términos lingüísticos, diríamos que en una ciencia se trata de hacer enunciados y fundamentarlos, casi siempre enunciados empíricos, aunque tam¬bién en la matemática se trata de proposiciones, de enunciados. Por el contrario, en filosofía no parece tratarse en absoluto de enunciados, sino solo de aclaracio¬nes conceptuales. Hay algunas excepciones. El principio de contradicción, por ejemplo, es una proposición universal, y Aristóteles intentó fundamentarlo de un determinado modo. También en la filosofía kantiana encontramos determinadas proposiciones que deben ser fundamentadas, los llamados juicios sintéticos a prio¬ri como, por ejemplo, la ley de causalidad. Esto muestra en qué consistirían o con¬sisten de hecho las proposiciones que la filosofía debería tener como tema, o que en parte tiene como tema. Serían una especie de super-leyes, como precisamente lo sería la ley universal de la causalidad (que todo suceso tiene una causa) frente a las leyes particulares de la ciencia natural. Pero sostengo que esto son excepcio¬nes. No es esto lo que en general encontramos en la filosofía. Ahora bien, cabría objetar que también cuando se aclaran conceptos esto se hace mediante proposi¬ciones, y entonces estas proposiciones serían algo así como definiciones más bien que leyes. Digo “más bien algo así como definiciones” porque no está muy claro cómo hay que concebir la estructura de estas aclaraciones conceptuales y aquí ya no puedo entrar en detalle en este asunto, sobre todo porque la posición que se adopte al respecto dependerá de cada concepción particular de la filosofía.

Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de conceptos que, como he dicho antes, ya siempre comprendemos? ¿Qué significa este “ya siempre”? En este punto se ofrece un concepto que ha desempeñado un papel muy importante en la filosofía desde sus inicios: el concepto de a priori. En Kant encontramos muy explícitamente la distinción entre conceptos dados a priori y conceptos empíricos. Los conceptos empíricos son conceptos que formamos sobre la base de caracte-rísticas dadas previamente en la experiencia. Pero si para los conceptos que tiene que tematizar la filosofía ha de valer que sean conceptos tales que, para atenerme a la formulación de Kant, formen parte de la condición de posibilidad de la expe¬riencia, entonces estos conceptos no pueden obtenerse a su vez empíricamente. Conceptos como verdad, objeto o identidad no los obtenemos de la experiencia. Pero si esto es así, ahí está la dificultad especial que encontramos para aclarar to¬davía de algún modo esos conceptos. Quisiera recordar aquí esa frase de Agustín de Hipona sobre el tiempo, que en nuestra época también Wittgenstein hizo suya: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si me lo preguntan, no lo sé”. Esta frase parece paradójica. Lo sé y sin embargo no lo sé. Pero Agustín emplea aquí la palabra “saber” en dos sentidos. Lo que quiere decir Agustín es lo siguiente: disponemos ya siempre del concepto de tiempo (y en este sentido sé lo que es el tiempo), pero si intento aclarar el concepto, no puedo hacerlo (y en este sentido, no sé lo que es). De hecho, así parece suceder con todos estos conceptos a priori, dados previamente, y precisamente por eso parecen distinguirse nítidamen¬te de los conceptos empíricos. Tomemos como ejemplo el concepto de plutonio. Este es un concepto empírico. Personalmente yo solo sé, por ejemplo, que existe este concepto, puesto que no soy físico. Pero un físico podría aclarar este concep¬to. Cuando se dispone de un concepto empírico de este tipo, también es posible aclararlo. Así pues, modificando la sentencia de Agustín habría que decir: no sé lo que es el plutonio, pero si lo supiera y alguien me preguntase lo que es, sabría también (en el sentido más estricto de “saber”) que podría aclararlo.

¿Cómo debemos entender esta distinción? Ya dije que los conceptos empíri¬cos se aclaran por medio de características que pueden mostrarse en la experien¬cia. En cambio, si un concepto ya siempre forma parte de nuestra comprensión solo podemos aclararlo retrotrayéndonos de algún modo a nuestra comprensión y reflexionando sobre ella. La aclaración de estos conceptos por los que se interesa la filosofía solo puede tener lugar en algo así como la reflexión. Pero, ¿cómo en¬tender esa reflexión? No quiero profundizar en eso ahora, porque aquí se separan los caminos de diversos métodos filosóficos. Me limitaré a mencionar algunos de esos métodos: el método dialéctico, el método de la intuición de esencias o intui¬ción intelectual, para el que la reflexión sería algo así como una contemplación interior, y finalmente el método del análisis lingüístico, que interpreta la reflexión filosófica como una reflexión sobre el modo en que le explicaríamos el uso del término en cuestión a alguien que no lo conociera y que tampoco conociera un sinónimo. Continuar por este camino nos obligaría a iniciar la investigación de cuestio¬nes filosóficas concretas, y por tanto traspasaríamos el límite de la simple pregunta de qué es la filosofía, aunque quizás esta imagen no es totalmente adecuada, pues ciertamente cabe afirmar que a la pregunta de qué es la filosofía solo se puede responder filosofando, es decir, presentando en concreto una pieza de filosofía. Pero en el poco tiempo de que dispongo solo puedo presentar una especie de panorama. Quisiera ahora llamar su atención sobre un problema que está relacionado con esta idea de que la filosofía tiene que ver con la aclaración de conceptos dados previamente a priori. En efecto, se plantea la cuestión de si existe siquiera algo tal como un ámbito de algo que se da previamente a priori. ¿Cómo tendríamos que pensar ese ámbito? Filósofos de otras épocas hablaron de ideae innatae, de representaciones innatas. A fin de evitar malentendidos que podrían producirse fácilmente, al comienzo de la Introducción de la Crítica de la razón pura Kant escri¬bió que “según el tiempo ninguno de nuestros conocimientos precede a la expe¬riencia”, pero esto no significa que todo conocimiento procede de la experiencia. Por ejemplo, si pensamos en el concepto de número, solo lo aprenden los niños cuando ya tienen varios años de edad. Pero ¿lo obtienen por abstracción a partir de la experiencia? No parece que así sea. Para Kant, la conciencia en cuanto tal era en principio un tal ámbito radicalmente pre-empírico. Hoy tendemos más bien a concebir este apriori en términos en buena medida biológicos y en parte también históricos, y por tanto a concebirlo como un ámbito en última instancia empírico. Finalmente, nuestra conciencia misma es el producto de desarrollos empíricos. No obstante, la comprensión de este hecho no conduce a que dispongamos tam¬bién de métodos empíricos para aclarar estos conceptos a priori que solo nos son dados desde una perspectiva interna.

En todo caso, es a más tardar en este punto donde nos damos cuenta de que no es lícito pensar el ámbito de esos conceptos dados a priori como un cosmos que, descansando en sí mismo, se enfrenta a nuestra experiencia y a las ciencias empíricas que la investigan. Pero entonces es cuestionable todo el punto de par¬tida inicial de mi explicación de la filosofía hasta aquí, según el cual la filosofía tendría que ver con un ámbito propio que de algún modo precede al ámbito de las ciencias particulares. Pues parece que, en diversas ciencias empíricas situadas en planos diversos, encontramos una equiparación que permite apropiarse des¬de fuera, por así decirlo, de la perspectiva interna de la filosofía. Esto sucede de manera diferente con la biología, la psicología, la lingüística y la historia. Por un lado, el principio de esa apropiación es un hecho; por otro lado, no tenemos idea de cómo podría llevarnos a suprimir la diferencia entre la perspectiva reflexiva interna y la perspectiva empírica externa. De ahí surge una serie de problemas, que son problemas entre, por un lado, determinados hallazgos empíricos, y por otro lado determinados hallazgos dados reflexivamente, y ahora podemos decir que son exactamente tales problemas los que, por su parte, deben ser designados como filosóficos. Tal vez cabría presentar tales problemas como puntos críticos de intersección con los que están particularmente cargados algunos de nuestros conceptos dados a priori. Son conceptos en los cuales los diferentes modos de ac¬ceso están tan próximos entre sí, que de ello resultan contradicciones que desafían de manera especial la reflexión filosófica. Indicaré algunos ejemplos. En primer lugar, el llamado problema de la mente y el cuerpo. Uno de nuestros conceptos da- dos a priori es el de conciencia. Pero no solo ningún filósofo ha conseguido decir hasta ahora qué es propiamente lo que se quiere decir con ese concepto, sino que además se plantea la cuestión de cómo esa conciencia se relaciona con la realidad física, si la conciencia tiene su sede, por decirlo así, en el cerebro, y si el cerebro es una realidad biológica y en última instancia física. Un segundo ejemplo: también los conceptos de libertad de la voluntad y de responsabilidad parecen estar entre los conceptos dados a priori. Si una persona ha hecho algo intencionadamente, le imputamos el resultado y la hacemos moral y jurídicamente responsable de él. Dependía de ella —decimos— actuar de otro modo. Por otro lado, la psicología parece tender a mostrar, desde la perspectiva externa, que esa persona, en razón de los supuestos que traía consigo y del entorno en que creció, en absoluto podía actuar de manera distinta a como lo hizo. Por consiguiente: desde la perspectiva externa, no poder actuar de otro modo, necesidad; y desde la perspectiva interna intersubjetiva, poder actuar de otro modo, posibilidad. Un tercer ejemplo: nues¬tras ideas morales y jurídicas elevan la pretensión de ser susceptibles de funda- mentación, pero la sociología histórica parece abrir perspectivas que muestran que se trata aquí de meros epifenómenos de intereses económico-materiales.

¿Debemos decir que en cada uno de estos problemas la filosofía se sitúa en un lado y, en el otro, una o varias ciencias empíricas? ¿Pero cómo habría que denomi¬nar la perspectiva que considerase ambos lados? Si la filosofía eleva una pretensión a la totalidad, todos estos problemas son, en su conjunto y con sus dos lados, problemas filosóficos. El criterio que tomé como punto de partida, según el cual la filosofía, al contrario que las ciencias particulares, tiene que ver de algún modo con el todo, también vale cuando la filosofía tiene que incluir también una ciencia particular pero al mismo tiempo la rebasa en el planteamiento de sus preguntas. Como el científico es también un ser humano y ve por sí mismo la perspectiva in¬terna, también puede decirse, a la inversa, que las ciencias particulares se adentran por su parte en contextos que tienen relevancia filosófica. Ahora bien, algunos de los ejemplos que acabo de mencionar tienen, sin duda, una importancia práctica eminente. La cuestión de la responsabilidad, por ejem¬plo, tiene consecuencias inmediatas para nuestra comprensión del derecho penal, y tiene también consecuencias sobre el modo de configurar la propia vida, depen - diendo de si cumple o no un papel en ella algo así como la idea de la autorres- ponsabilidad. Y asimismo, la cuestión de si, por ejemplo, consideramos nuestra idea de los derechos humanos como una idea en sí misma fundamentada, o bien como un mero epifenómeno de determinadas relaciones socioeconómicas, tiene implicaciones eminentemente prácticas sobre el modo en que nos relacionamos unos con otros moral y políticamente. Así, ciertas preguntas que a primera vista parecían ser abstractas y filosóficas cobran un significado que remite al concepto kantiano de una filosofía con intención cosmopolita, y esto me lleva a concluir preguntándome si no habría otra forma posible de entender la referencia de la filosofía a la totalidad, y según esta otra forma posible la filosofía no destacaría frente a los ámbitos de las restantes ciencias por una mayor abstracción, sino al contrario, por una mayor concreción. Con este propósito podemos reflexionar una vez más sobre el concepto de mundo de la vida. El mundo de la vida es nuestro mundo subjetivo. También po¬dría decirse que es la situación en la que actuamos. Una situación de acción está determinada por todo aquello que en ella es real, pero también por todo lo que en ella es posible en tanto que activa reacción nuestra activa a esa situación. Hay situaciones de acción individuales y situaciones de acción comunes, y las indivi¬duales se integran en las comunes. El concepto de mundo de la vida es como una abstracción de la situación de acción, en el sentido de que podemos llamar mundo de la vida precisamente a lo que caracteriza en general a una situación de acción en tanto que situación de acción. Esta tendencia a reflexionar sobre lo universal, en contraposición a las ciencias particulares, me condujo antes a la concepción de la filosofía como aclaración de los conceptos que ya siempre comprendemos. Esto corresponde a la concepción kantiana de la filosofía académica. A través de los problemas especiales de la contradicción entre la perspectiva interna y la externa, esta concepción nos ha conducido de vuelta al mundo de la vida, pero ahora com¬prendido como concreto. ¿Sería posible desarrollar a partir de aquí una concepción diferente de la filo¬sofía, que fuese nuestro equivalente moderno de la filosofía con intención cosmo¬polita, de la que Kant hablaba? Quisiera emplear aquí un término que se remonta sobre todo a Karl Jaspers: el de orientación en el mundo. Podría decirse, en efecto, que debe existir un saber que nos dé orientación en nuestro concreto mundo de la vida, y esto significa: en nuestra concreta y común situación de acción. Tam¬poco este saber sería un saber especializado, sino que se referiría al todo, pero a un todo que ahora, precisamente, ya no hay que entender en sentido abstracto, sino concreto. El punto de partida de este saber debería ser la referencia al bien y el mal, pero no entendidos ahora como conceptos generales, sino como lo que hoy es concretamente bueno y malo para nosotros. Partiendo de ahí, habría que indagar los riesgos y las oportunidades concretas. El punto de partida serían, pues, los valores, lo que es bueno y lo que es malo, y a partir de ahí habría que reflexio¬nar sobre la realidad concreta y sobre nuestras posibilidades de acción. Esto es aproximadamente lo que habría que entender por filosofía como orientación en el mundo. Esta concepción de la filosofía tendría que considerarse como una tarea interdisciplinar en un sentido todavía más fuerte que en el caso de los problemá¬ticos nudos de contradicciones entre la perspectiva interna y externa a los que hemos aludido antes. Pues ¿cómo vamos a orientarnos en el mundo actual sin tener en cuenta lo que puedan decirnos sobre éste las ciencias particulares? Por otro lado, una ciencia particular siempre apunta en cuanto tal al conocimiento sis¬temático de un ámbito de objetos. La orientación por lo que es bueno y malo y por las posibilidades de acción supone un enfoque diferente, y tanto por esta razón como por el hecho de que este enfoque debe entenderse como apuntando al todo de nuestra vida, interpretado de un determinado modo, también para esta tarea el título más adecuado parece ser el de filosofía. Otra cuestión sería cómo inscribir por su parte la filosofía, en el sentido de aclaración de conceptos que ya siempre comprendemos, en la filosofía en este segundo sentido, entendida como orien¬tación en el mundo. Todo lo que he dicho aquí sobre este concepto de filosofía como orientación en el mundo me parecen indicaciones extremadamente vagas e insuficientes. No tengo un concepto claro sobre esto, ni conozco a ningún filósofo que lo tenga. Pero sería importante cobrar conciencia de que aquí se encuentra la verdadera tarea. Supongo que la mayor parte de quienes acuden a la Universidad para estudiar filosofía buscan algo que tiene que ver con esta idea de la filosofía. Es una situación típicamente filosófica el que tengamos que confesarnos que sabemos poco precisamente acerca de cómo tendría que ser la filosofía en este sentido, que es el sentido más importante. Y nuestra actividad filosófica universitaria es insatisfactoria en parte también por el hecho de que esto nos preocupa poco.