Accions

Recurs

Text de Gustavo Bueno sobre Heloïsa/es

De Wikisofia

< Recurs:Text de Gustavo Bueno sobre Heloïsa

En la misma ciudad de París había una muchachita, de nombre Eloísa, sobrina de un canónigo llamado Fulberto, el cual había procurado, con tanta diligencia como grande era su aprecio por ella, que avanzara lo más posible en todos los saberes. Ella, no ínfima por su belleza, era suprema por sus muchísimas letras. Y siendo esta prenda de la instrucción más rara en las mujeres, hacía a la niña tanto más valiosa, y le había dado gran fama en todo el reino. A ésta, pues, consideradas todas las cosas que suelen incitar a los amantes, juzgué más apropiada para la unión amorosa conmigo, lo que pensé conseguir muy fácilmente. Tanto renombre tenía yo entonces, y tanto me destacaba por mi juventud y belleza, que no temía repulsa alguna de cualquier mujer a quien juzgara digna de mi amor. Creí tanto más fácilmente que esta niña me correspondería cuanto más llegué a conocer su saber y amor por las letras, que nos permitiría, aún estando ausentes, hacernos mutuamente presentes a través de cartas mensajeras, y escribir con más atrevimiento que si habláramos, manteniendo así siempre gratos coloquios.

Totalmente enardecido de amor por la muchachita, busqué la ocasión de llegar a intimar con ella por el trato doméstico cotidiano y así llevarla más fácilmente al consentimiento. Para ello entré en tratos con su ya mencionado tío, por mediación de algunos amigos de éste, para que me recibiera en su casa —que estaba cerca de mi escuela— a cambio de la cantidad que fuera. Alegué como pretexto que las preocupaciones domésticas estorbaban muchísimo mis estudios, y pesaban sobre mí gastos excesivos. Ahora bien: él era muy avaro, y, tocante a su sobrina, estaba muy empeñado en que hiciera continuos progresos en las disciplinas literarias. Aprovechando esas dos circunstancias, conseguí fácilmente su anuencia y obtuve lo que deseaba, al codiciar él el dinero y creer que su sobrina recibiría de mí alguna enseñanza. Habiéndome encarecido mucho esto último, accedió a mis deseos más de lo esperado, y favoreció nuestro amor al confiarla por completo a mi magisterio, para que siempre que tuviera yo tiempo al volver de la escuela, de día o de noche, me dedicara a enseñarla, y la corrigiera con fuerza si la encontraba negligente. Muy sorprendido por su gran simpleza en este asunto, quedé no menos pasmado —en mi fuero interno— que si él hubiera confiado una tierna cordera a un lobo hambriento. Pues al entregármela, no sólo para instruirla, sino también para corregirla con energía, ¿qué hacía sino dar total licencia a mis deseos, y ofrecerme la ocasión, aunque fuera involuntaria, de ablandarla más fácilmente con amenazas y azotes, si no podía con halagos? Pero había dos cosas que le alejaban de sospechar algo vergonzoso: el amor a su sobrina, y la fama de mi continencia en el pasado.

¿Qué más diré? Nos unimos primero en una misma morada, y después en una misma pasión. Y así, con ocasión del estudio nos entregábamos por completo al amor, y los apartes secretos que el amor deseaba nos los brindaba el trabajo de la lección. De manera que, abiertos los libros, se proferían más palabras de amor que de estudio, había más besos que doctrinas. Más veces iban a parar las manos a los senos que a los libros; el amor desviaba los ojos hacia los ojos con más frecuencia que los dirigía hacia las palabras escritas. Para suscitar menos motivos de sospecha, el amor —no el furor— daba azotes de vez en cuando: con afecto, no con ira, para que así sobrepasaran en suavidad a cualquier ungüento.

¿Y qué más? Ningún paso de amor dejaron de dar los ávidos amantes, y añadieron cuanto el amor pudo imaginar de insólito. Y al tener poca experiencia de estos goces, con más ardor nos dábamos a ellos y menos se trocaban en hastío. Y cuanto más se apoderaba de mí el deleite, menos tiempo tenía para la filosofía y para dedicarme a la enseñanza. Me era muy enojoso presentarme en la escuela y permanecer en ella, e igualmente fatigoso no dormir, de noche a causa del amor y de día a causa del estudio. La tarea de enseñar me encontraba tan descuidado y tibio que en nada empleaba el talento, y en todo la rutina; ya no era más que un repetidor de hallazgos de antaño, y si conseguía componer algunos versos, eran amatorios, y no profundas cuestiones de filosofía. Muchos de estos versos, como ya sabes, todavía se repiten y cantan a menudo en muchos lugares, sobre todo por quienes disfrutan de una vida semejante a aquélla.

No son fáciles de imaginar la tristeza, quejas y lamentaciones de mis alumnos por esta causa, desde que empezaron a darse cuenta de estos afanes —o más bien trastornos— de mi ánimo. Pues a pocos podía ya engañar un caso tan patente; creo que a nadie, salvo a aquél con cuya ignominia tenía ello más que ver, es decir, el tío de la niña. Pues aunque algunos se lo habían insinuado a veces, no podía creerlo, ya fuera —como antes dije— por el afecto sin medida que tenía a su sobrina, ya fuera también por conocer la continencia de mi vida pasada. No es fácil, en efecto, sospechar lo vergonzoso en aquellos a quien amamos mucho, y en un amor intenso no es posible que se dé la mancha de una fea sospecha. De ahí también aquello de san Jerónimo en su carta a Sabiniano (Epistola 48): «solemos enterarnos los últimos de los males de nuestra casa, e ignorar, mientras los proclaman los vecinos, los vicios de nuestros hijos y cónyuges; pero aunque muy tarde, alguna vez acaba sabiéndose, y lo que todos ven no es fácil ocultarlo a uno solo». Así ocurrió también con nosotros, transcurridos unos cuantos meses.

¡Cuán grande fue el dolor del tío al enterarse! ¡Qué dolor el de los amantes al separarse! ¡Qué vergüenza me turbó! ¡Qué abatimiento me afligió ante la aflicción de la niña! ¡Qué ardientes congojas soportó ella a causa de mi vergüenza! Ninguno se quejaba de lo que le sucedía a él, sino al otro. Ninguno lamentaba sus desgracias, sino las del otro. La separación de cuerpos era unión máxima de espíritus, y más crecía el amor al negársele alimento, y haber pasado por la vergüenza nos hacía más desvergonzados, y nos importaba tanto menos ser pacientes de la vergüenza cuanto mejor nos parecía ser agentes de lo vergonzoso. De este modo, sucedió con nosotros lo que la fábula poética cuenta que ocurrió con Marte y Venus al ser descubiertos. No mucho después la niña supo que estaba encinta, y con gran júbilo me lo dijo en seguida por escrito, consultándome qué pensaba yo que debía hacerse. Entonces, una noche, según lo que habíamos concertado, en ausencia de su tío la sustraje a hurtadillas de la casa de éste, llevándola sin demora a mi patria. Allí vivió en casa de mi hermana hasta que dio a luz un varón al que llamó Astrolabio .

Casi enloquecido su tío tras haberse ella marchado, sólo quien tenga esa experiencia se dará cuenta del dolor abrasador y la vergüenza que lo invadieron. No sabía qué hacer contra mí, qué asechanzas tenderme. Si me mataba, o causaba algún daño a mi cuerpo, temía muchísimo que su muy querida sobrina, en mi patria, sufriera las consecuencias. No podía cogerme y encerrarme en un lugar contra mi voluntad, sobre todo estando yo muy sobre aviso, pues no dudaba de que él me atacaría en cuanto le fuera posible o se atreviera. Pero al fin, compadecido de su desmedida angustia, y acusándome a mí mismo de aquel engaño —del que era responsable el amor— como si fuese la mayor de las traiciones, acudí a verle en son de súplica, prometiéndole la reparación que él mismo determinase, fuera cual fuera. Alegué que nada vería en todo ello de asombroso cualquiera que hubiese experimentado la fuerza del amor, y recordase a qué ruina habían precipitado las mujeres incluso a los hombres más eminentes, desde el comienzo mismo del género humano. Y para apaciguarlo, me ofrecí a darle mayor satisfacción de la que podía esperar, uniéndome en matrimonio a la que había corrompido, con tal de que ello se hiciera en secreto, para no dañar mi reputación. El asintió, y mediante la palabra dada y los besos de él y de los suyos convino conmigo en la concordia solicitada, con lo cual me traicionaría más fácilmente.

Pedro Abelardo, Historia calamitatum (traducción del texto latino de la Patrología latina, vol. 178, cols. 113-182), texto de Historia calamitatum y otros textos filosóficos, Pentalfa Ediciones, Oviedo 1993, páginas 13-127. [Texto tomado de Proyecto Filosofía en español / Universidad de Oviedo / España]. Versió de G.Bueno