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Merleau-Ponty: cos i objecte/es

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Cuando la psicología clásica describía el propio cuerpo, le atribuía ya unos «caracteres» incompatibles con el estatuto de objeto. Decía, primero, que mi cuerpo se distingue de la mesa o de la lámpara porque se percibe constantemente, mientras que yo puedo apartarme de ellas. Es, pues, un objeto que no me deja. Pero, precisamente por eso, ¿es todavía un objeto? Si el objeto es una estructura invariable, no lo es a pesar del cambio de perspectivas, sino en este cambio o a través del mismo. Las perspectivas siempre nuevas no son para él una simple ocasión de manifestar su permanencia, una manera contingente de presentarse ante nosotros. No es objeto, eso es, no está delante de nosotros, más que por ser observable, o sea, situado a la punta de nuestros dedos o nuestras miradas, indivisiblemente trastornado y reencontrado por cada uno de sus movimientos. De otro modo sería verdadero como una idea, y no presente como una cosa. En particular, el objeto no es objeto más que si puede ser alejado y, por ende, desaparecer, en última instancia, de mi campo visual. Su presencia es tal que no es viable sin una ausencia posible. Pues bien, la permanencia del propio cuerpo es de un tipo completamente diverso: no se halla al extremo de una exploración indefinida, se niega a la exploración y siempre se presenta a mí bajo el mismo ángulo. Su permanencia no es una permanencia en el mundo, sino una permanencia del lado de mí. Decir que siempre está cerca de mí siempre ahí para mí equivale a decir que nunca está verdaderamente delante de mi que no puedo desplegarlo bajo mi mirada, que se queda al margen de todas mis percepciones, que está conmigo. Verdad es que los objetos exteriores tampoco me muestran nunca uno de sus lados más que ocultándome los demás, pero, cuando menos, siempre puedo escoger el lado que van a mostrarme. Sólo pueden aparecérseme en perspectiva, pero la perspectiva particular que de los mismos obtengo en cada momento no resulta más que de una necesidad física, eso es, de una necesidad de la que puedo servirme y que nunca me apresa: desde mi ventana no se ve el campanario de la iglesia, pero esta restricción me promete, al mismo tiempo, que, desde otra parte, se podría ver toda la iglesia. También es cierto que si estoy preso, la iglesia se reducirá para mí a un campanario truncado. Si no me sacara mi vestido, nunca percibiría su reverso, y veremos que mis vestidos pueden convertirse como en los anexos de mi cuerpo Pero este hecho no prueba que la presencia de mi cuerpo sea comparable a la permanencia de hecho de ciertos objetos, el órgano a un utensilio siempre disponible. Muestra, al contrario, que las acciones en las que me empeño por habitud incorporan a sí mismas sus instrumentos y les hacen participar de la estructura original del propio cuerpo. En cuanto a éste, es la habitud primordial, la que condiciona todas las demás y por la que se comprenden. Su permanencia cerca de mí, su perspectiva invariable no son una necesidad de hecho, ya que la necesidad de hecho las presupone: para que mi ventana me imponga un punto de vista sobre la iglesia es necesario, primero, que mi cuerpo me imponga uno sobre el mundo; y la primera necesidad no puede ser simplemente física más que porque la segunda es metafísica, las situaciones de hecho no pueden afectarme más que si primero soy de una naturaleza tal que se den para mí situaciones de hecho. En otros términos, yo observo los objetos exteriores con mi cuerpo, los manipulo, los examino, doy la vuelta a su alrededor; pero, a mi cuerpo, no lo observo: para poder hacerlo sería necesario disponer de un segundo cuerpo, a su vez tampoco observable. Cuando digo que mi cuerpo siempre es percibido por mí, no hay que entender, pues, estas palabras en un sentido puramente estadístico; y en la presentación del propio cuerpo debe darse algo que haga impensable su ausencia o siquiera su variación. ¿Qué es? Mi cabeza no se ofrece a mi vista más que por la punta de la nariz y por el contorno de mis órbitas. Puedo ver mis ojos en un espejo de tres caras, pero ya serán los ojos de alguien que observa, y apenas puedo sorprender mi mirada viva cuando un espejo me envía, en la calle, inopinadamente, mi imagen. Mi cuerpo, en el espejo, no deja de seguir mis intenciones como la sombra de éstas, y si la observación consiste en hacer variar el punto de vista manteniendo el objeto fijo, aquél rehuye la observación y se ofrece como un simulacro de mi cuerpo táctil ya que mima las iniciativas de éste en lugar de responderles con un desarrollo libre dé perspectivas. Mi cuerpo visual es, sí, objeto en las partes alejadas de mi cabeza, pero a medida que nos acercamos a los ojos, se separa de los objetos, prepara en medio de ellos un semiespacio al que no tienen acceso, y cuando quiero colmar este vacío recorriendo a la imagen de: espejo, ésta me remite aún a un original del cuerpo que no está ahí, entre las cosas, sino de este lado de mí, más acá de toda visión. Lo mismo se diga, y pese a las apariencias, de mi cuerpo táctil, puesto que si puedo palpar con mi mano izquierda mi mano derecha mientras ésta toca un objeto, la mano derecha objeto no es la mano derecha que toca: la primera es un tejido de huesos, músculos y carne estrellado en un punto del espacio; la segunda atraviesa el espacio como un cohete para ir a revelar el objeto exterior en su lugar. En cuanto ve o toca el mundo, mi cuerpo no puede, pues, ser visto ni tocado. Lo que le impide ser jamás un objeto, estar nunca «completamente constituido», es que mi cuerpo es aquello gracias a lo que existen objetos. En la medida que es lo que ve y lo que toca, no es ni tangible ni visible. El cuerpo no es, pues un objeto exterior cualquiera con la sola particularidad de que siempre estaría ahí. Si es permanente, es de una permanencia absoluta que sirve de fondo a la permanencia relativa de los objetos eclipsables, los verdaderos objetos La presencia y ausencia de los objetos exteriores solamente son variaciones al interior de un campo de presencia primordial de un dominio perceptivo sobre los que mi cuerpo tiene poder No solamente la permanencia de mi cuerpo no es un caso particular de la permanencia en el mundo de los objetos exteriores, sino que éste no se comprende más que por aquella; no solamente la perspectiva de mi cuerpo no es un caso particular de la de los objetos, sino que la presentación perspectiva de los objetos no se comprende más que por la resistencia de mi cuerpo a toda variación perspectiva. Si es preciso que los objetos no me muestren nunca más que una de sus caras, es porque estoy en un cierto lugar desde el que las veo, pero que yo no puedo ver. Si, no obstante, creo en sus lados ocultos como también en un mundo que los abarca a todos y que coexiste con ellos, es en tanto que mi cuerpo, siempre presente para mi, y, con todo, empeñado en medio de ellos por tantas relaciones objetivas, los mantiene en coexistencia con él y hace palpitar en todos la pulsación de su duración.

Así, la permanencia del propio cuerpo, si la psicología clásica la hubiese analizado, la habría podido conducir al cuerpo, no ya como objeto del mundo, sino como medio de nuestra comunicación con él; al mundo, no ya como una suma de objetos determinados, sino como horizonte latente de nuestra experiencia, sin cesar presente, también él, antes de todo pensamiento determinante.


Fenomenología de la percepción, Planeta-Agostini, Barcelona 1984, traducción de Jem Cabanes, p.108-110.