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Kierkegaard: la mort i la malaltia mortal/es

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Introducción

«Esta enfermedad no es de muerte» (Jn, Xl, 4). Y, sin embargo, Lázaro murió. Pero como los discípulos no comprendieran lo que luego añadió Cristo: «Lázaro nuestro amigo está dormido, mas yo voy a despertarle» (Xl, 11), entonces el Maestro les dijo ya sin ninguna ambigüedad: «Lázaro ha muerto» (Xl, 14). Por lo tanto, Lázaro había muerto y con todo no se trataba de una enfermedad mortal; estaba muerto y, no obstante, tal enfermedad no era de muerte.

Ahora sabemos, sin lugar a dudas, que Cristo estaba pensando en aquel milagro que iba a permitir a los contemporáneos –en cuanto éstos creyeran– «contemplar la gloria de Dios» (Xl, 40); que estaba pensando hacer aquel milagro que iba a despertar a Lázaro de entre los muertos, de suerte que esa enfermedad no solamente no era mortal, sino que era, según predicción del mismo Cristo, «para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios fuese glorificado por ella» (Xl, 4). ¿Diremos acaso que si Cristo no hubiese resucitado a Lázaro habría dejado de ser igualmente cierto que esa enfermedad, la muerte misma, no era una enfermedad mortal? Desde el momento en que Cristo se acerca a la tumba y grita con fuerte voz: «Lázaro, sal fuera» (Xl, 43), desde ese mismísimo momento empieza a ser totalmente cierto que esa enfermedad no es mortal. Y aunque Cristo no hubiese pronunciado tales palabras, ¿no bastaría acaso el solo hecho de que se acercase al sepulcro –él, que era «la resurrección y la vida» (Xl, 25)– para darnos a entender con suficiente claridad que esa enfermedad no es mortal? ¿Acaso el solo hecho de que Cristo exista no indica ya bien a las claras que no se trata de ninguna enfermedad de muerte? ¡De qué le hubiera servido a Lázaro el haber resucitado de entre los muertos si, a fin de cuentas, tenía que terminar muriéndose! ¡De qué le hubiera valido de no existir aquel que es la resurrección y la vida para todos los que creen en él! No, no es porque Lázaro resucitase de entre los muertos por lo que se puede afirmar que esa enfermedad no es mortal sino por el hecho de que Cristo exista. Pues, hablando humanamente, la muerte es lo último de todo y sólo cabe abrigar esperanzas mientras se vive. En cambio, entendiendo las cosas cristianamente, la muerte no es en modo alguno el fin de todo, sino solamente un sencillo episodio incluido en la totalidad de una vida eterna; y, según ese mismo sentido cristiano, en la muerte caben infinitamente muchas más esperanzas que en lo que los hombres llaman vida, por mucho que ésta sea plena de salud v fuerzas.

Por lo tanto, en el sentido cristiano, ni la misma muerte alcanza la categoría de enfermedad mortal, y muchísimo menos la alcanza todo eso a lo que suele llamarse sufrimientos terrenos y temporales: necesidad, enfermedad, miseria, apuros, calamidades, penas, dolores del alma, cuidados y aflicción. Y aunque todo ello fuese tan pesado y penoso que los hombres, al menos los que sufren, se vieran obligados a exclamar: «Esto es peor que la muerte»..., sin embargo nada de esto, comparable a una enfermedad, pero en realidad no siéndolo, puede llamarse en el sentido cristiano una enfermedad mortal.

El cristianismo es el que ha enseñado al cristiano a pensar de manera tan altamente animosa sobre todas las cosas terrenales y mundanas, incluida la misma muerte. Casi como para que el cristiano se envalentone con esta soberbia elevación sobre todo lo que los hombres llaman de ordinario desgracias, sobre todo lo que los hombres llaman el peor de los males. Pero, por contrapartida, el cristianismo ha descubierto una miseria que ignora el hombre en cuanto tal; esta miseria es la de la enfermedad mortal. Para el cristiano es como una broma todo lo que el hombre natural considera horroroso; por eso, cuando éste hace la descripción de todos los horrores y ya no acierta a nombrar ninguno más, el cristiano no puede por menos que tomarlo en cierto modo a risa. Tal es la distancia del hombre natural al cristiano, algo similar a la que media entre el niño y el adulto: aquello por lo que el niño tiembla, no es nada para el adulto. En primer lugar, el defecto del niño consiste en que no conozca lo que es horrible; y, además, como consecuencia de su ignorancia anterior, en que se espante de aquello que no es horrible. Lo mismo le acontece también al hombre natural, que empieza por ignorar lo que es verdaderamente horrible y, sin embargo, no se libera del espanto, ni muchísimo menos, sino que se pone a temblar por lo que en realidad no es horrible. Aquí, a su vez, ocurre como con la relación divina del pagano: éste no conoce al verdadero Dios, pero no se para en tal ignorancia, sino que se arrodilla adorando a un ídolo como Dios.

Sólo el cristiano sabe lo que ha de entenderse por enfermedad mortal. Como cristiano ha recibido unos ánimos que el hombre natural desconoce por completo..., estos ánimos los recibió aquél precisamente al aprender el temor por lo que es sobremanera horrible. Un hombre siempre consigue ánimos del siguiente modo: cuando teme un peligro mayor, el hombre siempre se siente con ánimos para arriesgarse a un peligro más pequeño; y cuando se tiene un temor infinito ante un peligro único, entonces todos los demás peligros nos resultan como inexistentes. Pero eso espantoso que el cristiano aprendió a conocer es la enfermedad mortal.