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Heidegger: el desgast de l'ens a la llunyania de l'ésser/es

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XIX. La técnica, como forma suprema de la conciencia –entendida esta última en sentido técnico– y la ausencia de meditación como incapacidad organizada, impenetrable en sí misma, de llegar a una relación con «lo que merece ser interrogado», son solidarias una de otra: son la misma cosa.

XX. [...] Obteniendo su seguridad extrema, absoluta, la voluntad de poder hace que todas las cosas sean seguras y per cuanto ella es la única que dirige; es, pues, la única que es exacta. La exactitud de la voluntad de voluntad la reafirma ella misma de una forma total y absoluta. Lo que le obedece es exacto y ordenado porque en la voluntad de voluntad reside el único orden. Una vez la voluntad de voluntad ha llegado a estar segura de sí misma, el ser inicial de la verdad se ha perdido. La exactitud de la voluntad de voluntad es lo no verdadero pura y simplemente. La exactitud de lo no verdadero posee una irresistibilidad propia en todo el dominio de la voluntad de voluntad. Pero la exactitud de lo no verdadero que permanece oculto como tal es, al mismo tiempo, la cosa menos tranquilizadora que pueda producirse en la inversión del ser de la verdad. Lo exacto domina a lo verdadero y prescinde de la verdad. Querer una seguridad absoluta es ponerse ya en una inseguridad universal.

XXIII. [...] La voluntad de voluntad niega todo fin en sí mismo y no tolera ningún fin sino es como medio a fin de vencerse a sí misma en el juego, deliberadamente, y de organizar un espacio para este juego. No obstante, la voluntad de voluntad, cuando debe instalarse en el ente no puede presentarse como lo que ella es: la anarquía de las catástrofes; es preciso, pues, que muestre otras legitimaciones. Entonces la voluntad de voluntad empieza a hablar de «misión». Misión que no es pensada en la perspectiva de algo inicial y de su conservación, sino como el fin asignado en nombre de un pretendido «destino» que justifica así la voluntad de voluntad.

XXIV. La lucha entre los que están en el poder y aquellos que quieren apoderarse de él: por ambos lados se lucha por el poderío. El poderío es en todas partes el factor determinante. Como consecuencia de esta lucha por el poderío, el ser del poderío es colocado en ambos lados en el ser de su dominación absoluta. Pero al mismo tiempo una cosa se esconde aquí: a saber, que esta lucha se desarrolla al servicio del poderío y es querida por él. El poderío ha tomado desde el principio a estas luchas en su mano. Únicamente la voluntad de voluntad da poder a estas luchas. Pero si el poderío domina de esta forma las cosas humanas, lo hace de tal manera que quita al hombre la posibilidad de evadirse jamás, por estos caminos, del olvido del ser. Esta lucha es necesariamente planetaria y como tal no puede, por su naturaleza, conducir a ninguna decisión, porque no hay nada que ella pueda decidir, ya que queda excluida de toda distinción (de la diferencia del ser con relación al ente) y por tanto de toda verdad, y que su propia fuerza la echa de nuevo en lo que no tiene destino: en el abandono lejos del ser.

XXVI. [...] Los signos del último abandono lejos del ser son las proclamaciones de las «ideas» y de los «valores», y el imprevisible vaivén entre la «acción», colocada en lugar primordial, y el «espíritu» juzgado indispensable. Todo esto se encuentra ya cogido por el mecanismo del equipo del proceso de ordenación. Este proceso está determinado, por su parte, por el vacío que resulta del abandono lejos del ser. En lo interior de tal vacío, la consumación del ente para las fabricaciones de la técnica –de la cual la cultura forma también parte– es la única salida por la cual el hombre tan pagado de sí mismo podrá salvar todavía la subjetividad transfiriéndola al superhombre. Infrahombre y superhombre son la misma y única cosa, se completan de la misma manera que l'animal rationale de la metafísica; el «abajo» de la animalidad y el «arriba» de la razón están inseparablemente unidos y se corresponden. Infrahombre y superhombre deben aquí pensarse metafísicamente y no como apreciaciones morales.

El consumo del ente como tal y en su curso está determinado por el equipo en el sentido metafísico, por el cual el hombre se yergue como «señor» de lo «elemental». El consumo incluye el uso ordenado del ente, el cual viene a ser la ocasión y la materia de realizaciones y de un acrecentamiento de estas últimas. Este uso del ente es utilizado a su vez en beneficio del equipo. Pero como éste no sirve más que para transformar en certezas el mejoramiento de los rendimientos y la propia puesta en seguridad, y como el objetivo así pretendido es en verdad la ausencia del objetivo, semejante uso en realidad es un desgaste.

Las guerras mundiales y su aspecto totalitario son las consecuencias del abandono lejos del ser. Propenden a poner en seguridad algo como un fondo, como una forma permanente de desgaste. El hombre se encuentra así cogido, por su parte, en este proceso y deja en adelante ver su carácter: ser la más importante de las materias primas. El hombre «es la más importante de las materias primas» porque es el sujeto de todo el desgaste, queremos decir que da a ese proceso toda su voluntad, sin condiciones, y así viene a ser al mismo tiempo el «objeto» del abandono lejos del ser. Las guerras mundiales constituyen, en la forma que revisten, la supresión de la diferencia entre la guerra y la paz, supresión que se ha hecho necesaria desde que el ente queda abandonado lejos de toda verdad del ser y que el «mundo» se ha convertido en un «no mundo».

Porque el «mundo», visto desde el ángulo de la historia del ser designa la presencia no objetiva de la verdad del ser para el hombre, en cuanto el hombre es, en su mismo ser, transfundido en el ser. En la época en que el poder es el único en ser poderoso, es decir, en que el ente, sin retención ni reserva, presiona para ser consumido, el mundo se ha convertido en un «no mundo», en la misma medida en que el ser está presente pero sin fuerza propia. El ente es real en cuanto efectivo. La acción operante está en todas partes, mientras que en ningún sitio el mundo se constituye como mundo, y, sin embargo, el ser aún está presente, aunque olvidado. Más allá de la guerra y de la paz reina el extravío pura y simplemente, en el cual el desgaste del ente permite a la puesta en orden asegurarse a sí misma a partir del vacío dejado por el abandono lejos del ser. Cambiadas, habiendo perdido su propia esencia, la «guerra» y la «paz» caen en el extravío; han llegado a ser irreconocibles, no apareciendo ya ninguna diferencia entre ellas; han desaparecido en el desarrollo puro y simple de las actividades que, cada vez más, hacen las cosas hacederas. Si no se puede responder a la pregunta: ¿cuándo volverá la paz?, no es porque no se pueda percibir el fin de la guerra, sino porque la pregunta se dirige a algo que ya no existe, no siendo ya la guerra algo que pueda desembocar en una paz. La guerra se ha convertido en una variedad del desgaste del ente, que continúa en tiempo de paz. Contar con una larga guerra no es más que una manera, ya rebasada, de conocer lo que aporta de nuevo la edad del desgaste. Esta larga guerra, su duración, progresa lentamente, no hacia una paz a la manera antigua, sino hacia un estado de cosas en que el elemento «guerra» ya no será sentido como tal, y el elemento «paz» no tendrá ya sentido ni substancia. El extravío ignora toda verdad del ser; en revancha, desarrolla en todos los distritos, con su equipo completo, el orden y la seguridad producidos por los «planes». En el círculo formado por los distritos, los dominios particulares del equipo humano llegan a ser necesariamente «sectores»; el «sector» poesía, el «sector» cultura no son más que dominios cuya posesión está asegurada por planes: dominios, entre otros, del «dirigismo» del momento. La indignación moral de los que todavía no saben lo que es, se vuelve a menudo contra lo arbitrario y las pretensiones de dominación de los «caudillos». Es la forma más fatal de la apreciación que todavía se hace de ellos.

Lo que es propio de los «caudillos» es el despecho condenado a reprimir el escándalo del que ellos son la causa, aunque solamente en apariencia, pues ellos no son los que actúan. Se cree que los «caudillos», en el furor ciego de un egoísmo exclusivo, se han arrogado todos los derechos y lo han regulado todo según su fantasía. En realidad representan las consecuencias necesarias del hecho de que el ente haya pasado al mundo del extravío, allí donde se extiende el vacío que exige un orden y una seguridad del ente. De ahí la necesidad de una «dirección», es decir, de un cálculo que por sus planes ponga en seguridad la totalidad del ente. Es necesario, pues, poner en pie y equipar hombres asignados al trabajo de dirección.

Los «caudillos» son los obreros del equipo que tienen el poder de decisión y que vigilan todos los sectores en los que el «desgaste» del ente es puesto en seguridad: porque la totalidad del círculo «de los distritos» está bajo su mirada y de esta forma dominan el extravío en la medida que es calculable. El tenerlo todo bajo su mirada, es la forma más adecuada a esta capacidad de calcular que, de antemano, es empleada enteramente sobre la necesidad de acciones siempre más poderosas por las cuales se ponen en seguridad las regulaciones al servicio de las próximas posibilidades de ordenación. Subordinar todo esfuerzo posible al conjunto de la organización y de la puesta en seguridad es cosa del «instinto». Esta palabra designa aquí el «intelecto», el cual supera este entendimiento limitado, que calcula solamente a corto plazo, y al «intelectualismo» del cual nada escapa de lo que debe figurar, a título de «factor», en el balance de descuentos de los diferentes «sectores». El instinto es esta elevación del intelecto que corresponde al superhombre y conduce al cálculo absoluto de todas las cosas. Como este cálculo gobierna enteramente a la voluntad, parece que no haya nada más del lado de la voluntad, excepto la seguridad en la inclinación pura y simple que empuja al hombre a calcular, y para el cual «calcularlo todo» es la primera regla del cálculo. El «instinto» pasaba hasta ahora por ser un rasgo distintivo del animal, que en su esfera vital decide lo que le es útil o perjudicial, el cual sigue sin tener otra norma. La seguridad del instinto en el animal responde al hecho de que este último está encerrado en su esfera de intereses y no ve más allá. A los plenos poderes dados al superhombre responde la liberación total del infrahombre. El impulso del animal y la ratio del hombre llegan a ser idénticos.

Pedir que el instinto sea reconocido como carácter del superhombre es decir que la condición del infrahombre –en sentido metafísico– es un elemento del superhombre, de tal forma, sin embargo, que la animalidad esté sometida –por completo y bajo cada una de sus formas– al cálculo y a la organización (higiene social, reproducción dirigida). Siendo el hombre la más importante de las materias primas puede esperarse que un día, basándonos en las investigaciones de los químicos contemporáneos, se edificarán fábricas para la producción artificial de esta materia prima. Los trabajos del químico Kuhn, el que este año (1951), en la ciudad de Frankfurt, le han concedido el premio Goethe, abren ya la posibilidad de organizar y regular, siguiendo las necesidades, la producción de seres vivientes machos y hembras. Al dirigismo literario en el sector «cultura» responde en buena lógica el dirigismo en materia de fecundación. (Que una gazmoñería no se oculte detrás de distinciones que ya no existen.) Las necesidades en materia prima humana son, por parte de la puesta en orden, a fin de equipar, sometidas a las mismas regulaciones que las necesidades en libros recreativos o poesía, para cuya confección el poeta no es más importante que el aprendiz de encuadernador, el cual ayuda a encuadernar las poesías para una biblioteca de empresa, yendo, por ejemplo, a buscar el cartón necesario al almacén.

El desgaste en todas las materias, comprendida la materia prima «hombre» en beneficio de la producción técnica de la posibilidad absoluta de fabricarlo todo, está secretamente determinada por el vacío total en que el ente, o el entresijo de lo real, está contenido. Este vacío debe ser completamente llenado. Pero como el vacío del ser, sobre todo cuando no puede ser sentido como tal, no puede jamás ser colmado por la plenitud del ente, no queda para sustraerse a él más que organizar sin cesar el ente para hacer posible, de una manera permanente, la puesta en orden entendida como la forma bajo la cual la acción, sin objetivo, es puesta en seguridad. Vista bajo este ángulo, la técnica que, sin saberlo, está en relación con el vacío del ser, es entonces la organización de la penuria. En todas partes donde el ente permanece por debajo de las necesidades –y, para la voluntad de voluntad que se afirma cada vez más, las necesidades son satisfechas siempre y en todas partes cada vez menos–, es necesario que la técnica intervenga creando artículos sucedáneos y consumiendo materias primas. Pero en verdad el ersatz y su fabricación en masa no constituyen un expediente provisional, sino la única forma posible absoluta en que el orden creado por la puesta en orden, se mantiene en acción y puede ser así «ella misma», como el «sujeto» de todas las cosas. Se planifica el crecimiento de las masas humanas a fin de que no falte nunca la ocasión de reivindicar para las grandes masas humanas mayores «espacios vitales», que a su vez exigen para su aprovechamiento mayores masas humanas en proporción de sus dimensiones. Este círculo de desgaste para su consumo es el único proceso que caracteriza la historia de un mundo convertido en «no mundo». Las naturalezas «caudillo» son aquellas que, apoyándose en la seguridad de su instinto, se enrolan de modo que se hacen órganos reguladores. Son los primeros «empleados» en este asunto que es el desgaste sin reservas del ente al servicio de la puesta en seguridad del vacío creado por el abandono lejos del ser. Este asunto que es el desgaste del ente tiene su punto de partida en el obstáculo que, sin saberlo, se opone al ser del que ninguna experiencia se tiene, y excluye de antemano, como factores aún esenciales, la distinción de naciones y pueblos. Del mismo modo que la distinción entre la guerra y la paz ha llegado a ser caduca, de la misma forma se borra también la distinción de lo «nacional» y de lo «internacional». Quien piense hoy día en «europeo» no tiene que temer que se reproche de ser un «internacionalista». Pero es verdad también que ya no es un nacionalista, ya que no tiene menos cuidado del bien de las otras «naciones» que del suyo propio.

Igualmente, la uniformidad que caracteriza el desarrollo de la historia en el curso de la presente época no viene de un movimiento por el cual antiguos sistemas políticos se acercarían después de los recientes golpes. La uniformidad no es la consecuencia, sino más bien el origen de las explicaciones a mano armada entre aquellos que pretenden dirigir este desgaste del ente al precio del cual se asegura la puesta en orden. En la uniformidad del ente que nace del vacío creado por el abandonolejos del ser, todo está subordinado a esta seguridad calculable del orden del ente que somete a este último a la voluntad de voluntad; y en todas partes, antes de cualquier diferenciación nacional, esta conformidad del ente lleva consigo la uniformidad en la dirección, por la cual todas las formas políticas no son más que un instrumento de dirección entre las demás. Consistiendo la realidad en la uniformidad del cálculo traducible en planes, es preciso que el hombre entre también en la uniformidad, si quiere permanecer en contacto con la realidad. Un hombre sin uni-forme hoy día ya da una impresión de irrealidad como de un ser extranjero en nuestro mundo. El ente es el único admitido en el mundo de la voluntad; se extiende en una ausencia de diferenciación que no está dominada más que por una acción y una organización regidas por el «principio de productividad». Este último parece llevar consigo un orden jerárquico, pero en realidad está fundado en la ausencia de toda jerarquía y determinado por ella, ya que en todas partes el fin de la producción no es más que el vacío uniforme en el seno del cual el desgaste de todo trabajo pone en seguridad la puesta en orden. Salta a la vista que lo que se deriva de este principio es la ausencia de diferenciación y ésta no es en modo alguno idéntica a una simple nivelación que se contenta con invertir las jerarquías preexistentes. La ausencia de diferenciación que acompaña al desgaste total proviene de una voluntad «positiva» de no admitir ninguna jerarquía conforme al primado del vacío de lo expuesto. Esta ausencia de diferenciación atestigua que el fondo apropiado al no mundo del abandono lejos del ser ha sido puesto en seguridad. La tierra aparece como el no mundo del extravío. Desde el punto de vista de la historia del ser es el astro extraviado.