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Galileo Galilei: carta a Benedetto Castelli/es

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Carta a D. Benedetto Castelli

de 21 de diciembre de 1613

Ayer vino a verme el señor Niccolò Arrighetti, que me dio noticias de Vuestra Paternidad, sintiendo infinito placer al oír aquello de lo que no dudaba en absoluto, esto es, la gran satisfacción que usted da a toda esta Universidad, tanto a los rectores de la misma, como a los propios profesores y a los alumnos de todas las naciones; tales alabanzas no han aumentado el número de competidores contra usted, como suele suceder entre los que son de la misma profesión sino más bien los han reducido a muy pocos, y esos pocos harán bien en calmarse, si no quieren que tal emulación, que también suele a veces merecer el título de virtud, degenere y se transforme en pasión reprobable y perjudicial en definitiva más para aquellos que se revisten con ella que para ningún otro. Pero el secreto de mi placer fue el oírle contar los razonamientos que usted, gracias a la suma benignidad de esas Altezas Serenísimas, tuvo ocasión de exponer en su mesa primero y de continuarlas después en los aposentos de la Señora Serenísima, estando también presentes el Gran Duque y la Serenísima Archiduquesa, y los Ilustrísimos y Excelentísimos Señores D. Antonio y D. Pedro Giordano y algunos de ellos filósofos muy estimables. Y ¿qué mayor fortuna pudo desear, que el ver a sus Altezas mismas interesarse en reflexionar con usted, en exponerle dudas, en escuchar las soluciones y finalmente quedar satisfechas con las respuestas de Vuestra Paternidad?

Las cosas que usted dijo, que me han sido contadas por el señor Arrighetti, me han dado ocasión para volver a considerar, en general, algunas cosas acerca de la apelación a las Sagradas Escrituras en las discusiones sobre cuestiones naturales, y algunas otras en particular acerca del pasaje de Josué, que le fue propuesto, como contrario al movimiento de la Tierra y a la inmovilidad del Sol, por la Gran Duquesa Madre, con la réplica de la Serenísima Archiduquesa.

En cuanto a la primera pregunta genérica de la Señora Serenísima, me parece que prudentísimamente fue propuesto por ella y concedido y establecido por Vuestra Paternidad, que la Sagrada Escritura no puede jamás mentir o equivocarse, sino que sus decretos son de una verdad absoluta e inviolable. Tan sólo habría añadido que, si bien la Escritura no puede errar, sí podría no obstante equivocarse alguno de sus intérpretes y comentaristas, y eso de varios modos; entre los cuales uno gravísimo y muy frecuente, consistiría en querer atenerse siempre al significado literal de las palabras, porque de esa forma aparecerían en ellas no sólo diversas contradicciones, sino también graves herejías e incluso blasfemias, pues sería necesario atribuir a Dios pies, manos y ojos, así como afectos corporales y humanos, como de ira, de arrepentimiento, de odio, y también alguna vez el olvido de las cosas pasadas y la ignorancia de las futuras. Por tanto, así como en la Escritura se encuentran muchas proposiciones las cuales, si tenemos en cuenta el significado literal de las palabras, tienen apariencia distinta de la verdad, pero fueron puestas de esa forma para acomodarse a la incapacidad del pueblo llano, así para aquellos pocos que merecen ser separados de la plebe es necesario que los sabios intérpretes encuentren los verdaderos significados y nos indiquen las razones concretas por las que fueron expresados con tales palabras.

Dado, pues, que en muchos lugares las Escrituras no solamente pueden, sino que necesariamente requieren explicaciones distintas del significado aparente de las palabras, me parece que en las discusiones sobre cuestiones naturales habría que dejarlas en último término, porque, procediendo de igual modo del Verbo divino la Sagrada Escritura y la Naturaleza, aquélla por revelación del Espíritu Santo, y ésta como fidelísima ejecutora de las órdenes de Dios; y habiendo además, convenido que las Escrituras, para acomodarse a la comprensión de todos los hombres dicen muchas cosas, aparentemente y ateniéndonos al significado de las palabras, distintas de la verdad absoluta; y, por el contrario, siendo la naturaleza inexorable e inmutable, sin preocuparse para nada que sus ocultas razones y modos de obrar estén o no al alcance de la comprensión de los hombres, por lo que jamás transgrede los límites de las leyes que le son impuestas, parece que aquello de los efectos naturales que la experiencia sensible nos pone delante de los ojos o en que concluyen las demostraciones necesarias, no puede ser puesto en duda por pasajes de la Escritura que dijesen aparentemente cosas distintas, ya que no toda palabra de la Escritura es tan inequívoca como lo es todo efecto de la naturaleza. Más aún, si por este solo motivo de acomodarse a la capacidad de pueblos rudos e indisciplinados, no se ha abstenido la Escritura de ocultar sus más importantes dogmas, hasta el punto de atribuir al mismo Dios condiciones lejanísimas y contrarias a su esencia, ¿quién se atreverá a defender, con seguridad, dejando de lado este aspecto de la cuestión, que ella al hablar también incidentalmente de la Tierra o del Sol o de otra cosa creada, haya querido mantenerse con todo rigor dentro de los limitados y restringidos significados de las palabras?, y, sobre todo, diciendo de esas criaturas cosas muy alejadas de la finalidad específica de esos Libros Sagrados, incluso cosas tales que, dichas y transmitidas lisa y llanamente, habrían dañado más bien la finalidad primaria, haciendo que el pueblo llano se volviese más reacio para persuadirse de los artículos concernientes a la salvación.

En vista de esto, y siendo además manifiesto que dos verdades no pueden jamás contradecirse, es función de los sabios intérpretes esforzarse por encontrar los verdaderos sentidos de los pasajes sagrados, de forma que se revelen acordes con aquellas conclusiones naturales de las cuales la evidencia de los sentidos o las demostraciones necesarias nos hubiesen dado certeza y seguridad. Más aún, dado que las Escrituras, como he dicho, aunque inspiradas por el Espíritu Santo, por las razones alegadas admiten en muchos lugares explicaciones alejadas de su sentido literal, y, además, no pudiendo nosotros afirmar con certeza que todos los intérpretes hablen por inspiración divina, creo que se obraría prudentemente no permitiendo que nadie comprometa pasajes de la Escritura y en cierto modo les obligue a tener que defender como verdaderas algunas conclusiones naturales, que más adelante los sentidos y los razonamientos demostrativos y necesarios, pudiesen demostrar lo contrario. Y ¿quién pretenderá poner límite a los ingenios humanos?, ¿quién se atreverá a afirmar, que sea ya sabido todo aquello que es cognoscible en el mundo? Y por esto, fuera de los artículos concernientes a la salvación y a los fundamentos de la Fe, contra cuya firmeza no existe el menor peligro que pueda surgir jamás una doctrina válida y eficaz, sería tal vez un óptimo consejo el que no se añadiesen otros sin necesidad; y si así es, ¿no crearía un gran desconcierto el añadirlos a petición de personas que, además de que nosotros ignoramos si hablan inspiradas por la virtud celestial, claramente vemos que están totalmente faltas de aquella inteligencia que sería necesaria no ya para refutar, sino incluso para comprender, las demostraciones con las cuales las sutilísimas ciencias proceden para fundamentar algunas de sus conclusiones?

Yo más bien creo que la autoridad de las Sagradas Escrituras haya tenido solamente la intención de enseñar a los hombres aquellos artículos y proposiciones que, siendo necesarios para su salvación y superando toda reflexión humana, no podían hacerse creíbles por otra ciencia ni por otro medio, a no ser por boca del Espíritu Santo. Pero que aquel mismo Dios que nos ha dotado de sentidos, de razonamiento y de inteligencia, haya querido, posponiendo el uso de éstos, darnos por otro medio los conocimientos que podíamos conseguir por aquéllos, no pienso que sea necesario creerlo, y, sobre todo, a propósito de aquellas ciencias a las que se refiere la Escritura sólo en una mínima parte y de forma dispersa; éste es precisamente el caso de la astronomía, de la que se habla tan poco, que no se encuentran ni siquiera nombrados los planetas. Pero si los primeros escritores sagrados hubiesen tenido la intención de enseñar al pueblo las disposiciones y movimientos de los cuerpos celestes, no habrían tratado tan poco de ellos, que es como nada en comparación de las infinitas, profundísimas y admirables enseñanzas que en tal ciencia se contienen.

Vea, pues, Vuestra Paternidad cuán desordenadamente proceden aquellos que en las discusiones naturales y que claramente no son de fe («de Fide»), recurren en primer lugar a pasajes de la Escritura, y muy a menudo mal comprendidos por ellos. Pero si esos individuos verdaderamente creen tener el verdadero sentido de aquel pasaje concreto de la Escritura, y en consecuencia están seguros de poseer la verdad absoluta de la cuestión que pretenden discutir, díganme después sinceramente, si creen que tiene gran ventaja aquel que en una discusión natural se encuentra defendiendo lo verdadero, ventaja, digo, sobre el otro al que toca defender lo falso. [...] Pero, puesto que como he dicho hace poco, aquel que tiene la verdad de su parte, tiene gran ventaja, mejor aun grandísima, sobre el adversario, y puesto que es imposible que dos verdades se contradigan, no debemos temer los ataques, vengan de donde vengan, con tal que a nosotros se nos permita hablar y ser escuchados por personas competentes y que no estén excesivamente alteradas por las propias pasiones e intereses.

En confirmación de lo cual, voy a considerar el pasaje concreto de Josué, para el que usted aportó tres explicaciones a sus Altezas Serenísimas, y cojo la tercera que me dio como mía, tal como verdaderamente es, pero añado además alguna consideración, que no creo haberla dicho en otra ocasión.

Dado, pues, y concedido por ahora al adversario, que las palabras del texto sagrado deben tomarse al pie de la letra, esto es, que Dios, por las preces de Josué hizo parar el Sol y alargó el día, por lo que consiguió la victoria, [...] digo que este pasaje demuestra palpablemente la falsedad e imposibilidad del sistema aristotélico y ptolemaico, y por el contrario, se ajusta perfectamente al sistema copernicano.

Y en primer lugar, yo pregunto al adversario si sabe cuáles son los movimientos del Sol. Si lo sabe, es necesario que responda que son dos sus movimientos, esto es, el movimiento anual de poniente hacia levante, y el diurno al contrario, de levante a poniente.

Por lo cual yo, en segundo lugar, le pregunto si esos dos movimientos tan distintos y casi contrarios entre sí, pertenecen al Sol y le son igualmente propios. Es necesario responder que no, sino que uno es propiamente suyo y particular, esto es el anual, y el otro no es en absoluto suyo, sino del cielo altísimo, o del primer motor, el cual atrae hacia sí al Sol y a todos los planetas y a la esfera de las estrellas fijas también obligándolas a completar una revolución en torno a la Tierra cada veinticuatro horas, con movimiento, como he dicho, casi contrario al suyo natural y propio.

Paso a la tercera interpelación, y le pregunto con cuál de estos dos movimientos el Sol produce el día y la noche, esto es, si con el suyo propio o tal vez con el del primer motor. Es necesario responder que el día y la noche son debidos al movimiento del primer motor, y del movimiento propio del Sol no depende el día y la noche, sino las diversas estaciones y el mismo año.

Ahora bien, si el día depende no del movimiento del Sol, sino de aquel del primer motor, ¿quién no comprende que para alargar el día es necesario parar el primer motor y no el Sol? Mejor todavía, ¿quién será el que, teniendo unos mínimos conocimientos de astronomía desconozca que, si Dios hubiese parado el movimiento del Sol, en lugar de alargar el día, lo habría acortado y hecho más breve? Porque siendo el movimiento del Sol en sentido contrario al de la revolución diurna, cuanto más se desplazase el Sol hacia oriente, tanto más se retrasaría el movimiento de su curso hacia occidente, y disminuyéndose o anulándose el movimiento del Sol, en tanto más breve tiempo llegaría a su ocaso. Tal accidente se ve claramente en la Luna, que hace sus revoluciones diurnas tanto más tarde que las del Sol cuanto su movimiento propio es más rápido que el del Sol. Siendo, pues, absolutamente imposible en el sistema de Ptolomeo y Aristóteles parar el movimiento del Sol y alargar el día, tal como afirma la Escritura que sucedió, por tanto, es necesario que o los movimientos no estén ordenados tal como dice Ptolomeo o cambiar el sentido de las palabras y afirmar que cuando la Escritura dice que Dios paró el Sol, quería decir que paró el primer motor, pero que, para acomodarse a la capacidad de aquellos que con dificultad son capaces de entender la salida y puesta del Sol, dijo lo contrario de aquello que habría dicho si hubiese hablado a hombres entendidos.

Añádase a esto, que no es creíble que Dios parase el Sol solamente, dejando moverse a las demás esferas, porque sin ninguna necesidad habría alterado y cambiado todo el orden, los aspectos y las disposiciones de los otros planetas respecto al Sol, y habría perturbado en gran medida el curso de la naturaleza. Lo razonable es que Él parase todo el sistema de las esferas celestes, las cuales, después de aquel intervalo de reposo, volvieron armoniosamente a su curso normal, sin desorden o alteración alguna.

Pero puesto que ya hemos convenido que no debe alterarse el sentido literal del texto, es necesario recurrir a otra constitución de las partes del universo, y ver si de acuerdo con ella concuerda exactamente y sin problemas el sentido de las palabras, tal como verdaderamente se percibe que sucede.

Habiendo yo, pues, descubierto y demostrado que necesariamente el globo solar completa una revolución sobre sí mismo en aproximadamente un mes lunar, según la dirección en la que se hacen las demás revoluciones celestes, y siendo, además, muy probable y razonable que el Sol, como instrumento y ministro máximo de la naturaleza, casi corazón del mundo, dé no solamente luz, como claramente da, sino también el movimiento a todos los planetas que giran en torno a él; y, si conforme a la posición de Copérnico, nosotros atribuyésemos a la Tierra principalmente la rotación diurna, ¿quién no ve que para parar todo el sistema, sin alterar en absoluto el resto de las recíprocas relaciones de los planetas, de forma que solamente se alargase el espacio y el tiempo de la iluminación diurna, bastaría que fuese parado el Sol, como precisamente dicen las palabras del texto sagrado? He aquí, pues, el modo, según el cual, sin introducir desorden alguno entra las partes del universo y sin cambiar el sentido literal de las palabras de la Escritura, se puede, parando el Sol, alargar el día en la Tierra. [...]

Rogando a Nuestro Señor que tengáis buenas fiestas y toda clase de felicidad.

Florencia, 21 de diciembre de 1613

De Vuestra muy Reverenda Paternidad

Afectísimo Servidor

Galileo Galilei