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Schopenhauer: el sublim/es

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La distinción entre lo bello y lo sublime es la siguiente: frente a lo bello el conocimiento puro vence sin lucha, pues la belleza del objeto, es decir, su propiedad de facilitar el conocimiento de la Idea, descarta sin resistencia (y por lo tanto de una manera inadvertida para la conciencia) la voluntad y el conocimiento de las relaciones puesto al servicio de ella. La conciencia subsiste en calidad de sujeto puro del conocimiento, y de la voluntad no queda ni recuerdo. Por el contrario, frente a lo sublime, ese estado de puro conocimiento tiene que ser conquistado previamente por el individuo, arrancándose con violencia y conscientemente de las relaciones del objeto, que conoce que son desfavorables para su voluntad y elevándose libre y deliberadamente por encima del querer y del conocimiento de cuanto con él se relaciona. Esta elevación consciente no sólo necesita conquistarse, sino también conservarse y va acompañada de una reminiscencia constante de la voluntad, no de una voluntad especial, individual como el temor o la esperanza, sino de la voluntad humana en general, tal como se manifiesta en su objetividad directa, es decir, en el cuerpo. Si la angustia efectiva del individuo o el peligro procedente de lo exterior produjeran en la conciencia un solo movimiento real de la voluntad, ésta, personalmente afectada, se sobrepondría bien pronto, la contemplación serena se haría imposible y la impresión de lo sublime quedaría destruida, pues la ansiedad vendría a reemplazarla y el individuo no tendría ya otra preocupación en su pensamiento que la de salvarse.

[...]

Cuando nos abismamos en la contemplación de la inmensidad del universo en el espacio y en el tiempo, cuando meditamos sobre la infinidad de los siglos pasados y futuros, o bien cuando el cielo estrellado nos presenta la vista real de innumerables mundos y nuestra inteligencia concibe la extensión infinita, nos sentimos empequeñecer, sentimos que como individuos, como cuerpos animados, como fenómenos pasajeros de la voluntad, desaparecemos, nos perdemos, como una gota de agua en el océano. Pero al propio tiempo, contra este fantasma de la propia nada, contra una mentira tan imposible, se levanta en nosotros la conciencia inmediata de que todos esos mundos no tienen existencia más que en nuestra representación, de que no son más que modificaciones del sujeto eterno del conocimiento puro de que nosotros mismos somos este sujeto, tan pronto como olvidamos nuestra individualidad, convirtiéndonos en el portador necesario, en la condición de todos esos mundos y de todos esos tiempos.

La inmensidad del mundo que nos inquietaba, descansa ahora en nosotros, no dependemos de ella, es ella quien depende de nosotros. Todo esto no se presenta en seguida a la reflexión; tenemos, tan sólo, el sentimiento consciente de que en cierto sentido (que sólo la filosofía puede explicar) nos identificamos con el mundo y lejos de ser abrumados por su inmensidad, nos sentimos realzados por ella. Este es el sentimiento consciente de lo que los Upanishads de los Vedas repiten tantas veces y de tan distintos modos, de lo que expresa esta sentencia que hemos citado ya al final del § 34: «Hae omnes creaturae in totum ego sum, et proeter me aliud ens non est.» (Upnekhat, vol. I, pág. 122.) Es la exaltación por encima de la propia individualidad, el sentimiento de lo sublime.

Recibimos directamente la impresión de lo sublime matemático, de un espacio, pequeño en relación con el mundo, más que por el hecho de poderle abarcar inmediata y completamente con la mirada, obra sobre nosotros con todo el grandor de sus tres dimensiones, cuando este grandor es suticiente para reducir nuestro propio cuerpo a proporciones casi infinitamente pequeñas. Un espacio vacío o descubierto no puede producir jamás esta impresión; se necesita un espacio tal que pueda ser inmediatamente percibido, y para esto es preciso que estén delimitadas todas sus dimensiones; por ejemplo, una bóveda muy alta y ancha, como la de San Pedro en Roma, o San Pablo en Londres. El sentimiento de lo sublime resulta aquí de que nos damos cuenta de la insignificante pequeñez de nuestro cuerpo, comparada con un objeto inmenso, el cual a su vez no existe más que en nuestra representación, y cuyo sostén somos nosotros en calidad de sujetos conocientes. Aquí, como donde quiera que le hallamos, nace este sentimiento del contraste entre la insignificancia y la dependencia de nuestro yo como fenómeno de la voluntad, y la conciencia de nuestro yo como sujeto del conocimiento. La bóveda estrellada del cielo, cuando se la contempla sin reflexionar, no nos impresiona más que a la manera de una bóveda de piedra, y en virtud, no de su inmensidad real, sino de su grandor aparente. Muchos objetos de los que vemos producen en nosotros el sentimiento de lo sublime, porque ya sus dimensiones o ya su antigüedad, es decir, su duración en el tiempo, nos dan la conciencia de nuestra pequeñez, y, sin embargo, los contemplamos con delicia: tales son las montañas altísimas, las pirámides de Egipto, las ruinas colosales de la antigüedad, etc.

Nuestra teoria de lo sublime se aplica igualmente a la esfera moral, es decir, a lo que se llama un carácter sublime. Aquí también resulta lo sublime de que las cosas propias para excitar la voluntad son impotentes ante ella, y de que el conocimiento conserva su predominio. El hombre que tenga este carácter considerará a los demás desde el punto de vista puramente objetivo y no los juzgará según las relaciones posibles entre ellos y su voluntad; verá sus defectos, reconocerá, por ejemplo, el odio que le profesan o la injusticia con que le tratan, pero sin sentirse inclinado a odiarlos por su parte: apreciará sus buenas cualidades sin apetecer trato con ellos, admirará la belleza de las mujeres, sin desearlas. Su felicidad o su desdicha personales no le afectarán grandemente, permanecerá tal como Hamlet pinta a Horacio cuando dice: «...Pues tú has sido como el hombre que padeciéndolo todo no ha padecido nada; tú has aceptado con ecuanimidad los golpes y los beneficios de la fortuna.»

En su propia existencia, con todos los reveses inherentes a ella, verá menos su destino individual que el de la humanidad en general, y aquélla será el asunto de estudio más bien que causa de dolor.