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La distinción entre lo bello y lo sublime es la siguiente: frente a lo bello el conocimiento puro vence sin lucha, pues la belleza del objeto, es decir, su propiedad de facilitar el conocimiento de la Idea, descarta sin resistencia (y por lo tanto de una manera inadvertida para la conciencia) la voluntad y el conocimiento de las relaciones puesto al servicio de ella. La conciencia subsiste en calidad de sujeto puro del conocimiento, y de la voluntad no queda ni recuerdo. Por el contrario, frente a lo sublime, ese estado de puro conocimiento tiene que ser conquistado previamente por el individuo, arrancándose con violencia y conscientemente de las relaciones del objeto, que conoce que son desfavorables para su voluntad y elevándose libre y deliberadamente por encima del querer y del conocimiento de cuanto con él se relaciona. Esta elevación consciente no sólo necesita conquistarse, sino también conservarse y va acompañada de una reminiscencia constante de la voluntad, no de una voluntad especial, individual como el temor o la esperanza, sino de la voluntad humana en general, tal como se manifiesta en su objetividad directa, es decir, en el cuerpo. Si la angustia efectiva del individuo o el peligro procedente de lo exterior produjeran en la conciencia un solo movimiento real de la voluntad, ésta, personalmente afectada, se sobrepondría bien pronto, la contemplación serena se haría imposible y la impresión de lo sublime quedaría destruida, pues la ansiedad vendría a reemplazarla y el individuo no tendría ya otra preocupación en su pensamiento que la de salvarse.
 
 
 
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Cuando nos abismamos en la contemplación de la inmensidad del universo en el espacio y en el tiempo, cuando meditamos sobre la infinidad de los siglos pasados y futuros, o bien cuando el cielo estrellado nos presenta la vista real de innumerables mundos y nuestra inteligencia concibe la extensión infinita, nos sentimos empequeñecer, sentimos que como individuos, como cuerpos animados, como fenómenos pasajeros de la voluntad, desaparecemos, nos perdemos, como una gota de agua en el océano. Pero al propio tiempo, contra este fantasma de la propia nada, contra una mentira tan imposible, se levanta en nosotros la conciencia inmediata de que todos esos mundos no tienen existencia más que en nuestra representación, de que no son más que modificaciones del sujeto eterno del conocimiento puro de que nosotros mismos somos este sujeto, tan pronto como olvidamos nuestra individualidad, convirtiéndonos en el portador necesario, en la condición de todos esos mundos y de todos esos tiempos.
 
 
 
La inmensidad del mundo que nos inquietaba, descansa ahora en nosotros, no dependemos de ella, es ella quien depende de nosotros. Todo esto no se presenta en seguida a la reflexión; tenemos, tan sólo, el sentimiento consciente de que en cierto sentido (que sólo la filosofía puede explicar) nos identificamos con el mundo y lejos de ser abrumados por su inmensidad, nos sentimos realzados por ella. Este es el sentimiento consciente de lo que los Upanishads de los Vedas repiten tantas veces y de tan distintos modos, de lo que expresa esta sentencia que hemos citado ya al final del § 34: «Hae omnes creaturae in totum ego sum, et proeter me aliud ens non est.» (Upnekhat, vol. I, pág. 122.) Es la exaltación por encima de la propia individualidad, el sentimiento de lo sublime.
 
 
 
Recibimos directamente la impresión de lo sublime matemático, de un espacio, pequeño en relación con el mundo, más que por el hecho de poderle abarcar inmediata y completamente con la mirada, obra sobre nosotros con todo el grandor de sus tres dimensiones, cuando este grandor es suticiente para reducir nuestro propio cuerpo a proporciones casi infinitamente pequeñas. Un espacio vacío o descubierto no puede producir jamás esta impresión; se necesita un espacio tal que pueda ser inmediatamente percibido, y para esto es preciso que estén delimitadas todas sus dimensiones; por ejemplo, una bóveda muy alta y ancha, como la de San Pedro en Roma, o San Pablo en Londres. El sentimiento de lo sublime resulta aquí de que nos damos cuenta de la insignificante pequeñez de nuestro cuerpo, comparada con un objeto inmenso, el cual a su vez no existe más que en nuestra representación, y cuyo sostén somos nosotros en calidad de sujetos conocientes. Aquí, como donde quiera que le hallamos, nace este sentimiento del contraste entre la insignificancia y la dependencia de nuestro yo como fenómeno de la voluntad, y la conciencia de nuestro yo como sujeto del conocimiento. La bóveda estrellada del cielo, cuando se la contempla sin reflexionar, no nos impresiona más que a la manera de una bóveda de piedra, y en virtud, no de su inmensidad real, sino de su grandor aparente. Muchos objetos de los que vemos producen en nosotros el sentimiento de lo sublime, porque ya sus dimensiones o ya su antigüedad, es decir, su duración en el tiempo, nos dan la conciencia de nuestra pequeñez, y, sin embargo, los contemplamos con delicia: tales son las montañas altísimas, las pirámides de Egipto, las ruinas colosales de la antigüedad, etc.
 
 
 
Nuestra teoria de lo sublime se aplica igualmente a la esfera moral, es decir, a lo que se llama un carácter sublime. Aquí también resulta lo sublime de que las cosas propias para excitar la voluntad son impotentes ante ella, y de que el conocimiento conserva su predominio. El hombre que tenga este carácter considerará a los demás desde el punto de vista puramente objetivo y no los juzgará según las relaciones posibles entre ellos y su voluntad; verá sus defectos, reconocerá, por ejemplo, el odio que le profesan o la injusticia con que le tratan, pero sin sentirse inclinado a odiarlos por su parte: apreciará sus buenas cualidades sin apetecer trato con ellos, admirará la belleza de las mujeres, sin desearlas. Su felicidad o su desdicha personales no le afectarán grandemente, permanecerá tal como Hamlet pinta a Horacio cuando dice: «...Pues tú has sido como el hombre que padeciéndolo todo no ha padecido nada; tú has aceptado con ecuanimidad los golpes y los beneficios de la fortuna.»
 
 
 
En su propia existencia, con todos los reveses inherentes a ella, verá menos su destino individual que el de la humanidad en general, y aquélla será el asunto de estudio más bien que causa de dolor.
 
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La distinció entre el bell i el sublim és la següent: enfront del bell el coneixement pur venç sense lluita, doncs la bellesa de l'objecte, és a dir, la seva propietat de facilitar el coneixement de la Idea, descarta sense resistència (i per tant d'una manera inadvertida per a la consciència) la voluntat i el coneixement de les relacions posat al servei d'ella. La consciència subsisteix en qualitat de subjecte pur del coneixement, i de la voluntat no queda ni record. Per contra, enfront del sublim, aquest estat de pur coneixement ha de ser conquistat prèviament per l'individu, arrencant-se amb violència i conscientment de les relacions de l'objecte, que coneix que són desfavorables per a la seva voluntat i elevant-se lliure i deliberadament per sobre del voler i del coneixement de quant amb ell es relaciona. Aquesta elevació conscient no només necessita conquistar-se, sinó també conservar-se i va acompanyada d'una reminiscència constant de la voluntat, no d'una voluntat especial, individual com el temor o l'esperança, sinó de la voluntat humana en general, tal com es manifesta en la seva objectivitat directa, és a dir, en el cos. Si l'angoixa efectiva de l'individu o el perill procedent de l'exterior produïssin en la consciència un sol moviment real de la voluntat, aquesta, personalment afectada, se sobreposaria bé ràpid, la contemplació serena es faria impossible i la impressió del sublim quedaria destruïda, doncs l'ansietat vindria a reemplaçar-la i l'individu no tindria ja una altra preocupació en el seu pensament que la de salvar-se.
 
La distinció entre el bell i el sublim és la següent: enfront del bell el coneixement pur venç sense lluita, doncs la bellesa de l'objecte, és a dir, la seva propietat de facilitar el coneixement de la Idea, descarta sense resistència (i per tant d'una manera inadvertida per a la consciència) la voluntat i el coneixement de les relacions posat al servei d'ella. La consciència subsisteix en qualitat de subjecte pur del coneixement, i de la voluntat no queda ni record. Per contra, enfront del sublim, aquest estat de pur coneixement ha de ser conquistat prèviament per l'individu, arrencant-se amb violència i conscientment de les relacions de l'objecte, que coneix que són desfavorables per a la seva voluntat i elevant-se lliure i deliberadament per sobre del voler i del coneixement de quant amb ell es relaciona. Aquesta elevació conscient no només necessita conquistar-se, sinó també conservar-se i va acompanyada d'una reminiscència constant de la voluntat, no d'una voluntat especial, individual com el temor o l'esperança, sinó de la voluntat humana en general, tal com es manifesta en la seva objectivitat directa, és a dir, en el cos. Si l'angoixa efectiva de l'individu o el perill procedent de l'exterior produïssin en la consciència un sol moviment real de la voluntat, aquesta, personalment afectada, se sobreposaria bé ràpid, la contemplació serena es faria impossible i la impressió del sublim quedaria destruïda, doncs l'ansietat vindria a reemplaçar-la i l'individu no tindria ja una altra preocupació en el seu pensament que la de salvar-se.
  

Revisió del 00:20, 25 maig 2017

La distinció entre el bell i el sublim és la següent: enfront del bell el coneixement pur venç sense lluita, doncs la bellesa de l'objecte, és a dir, la seva propietat de facilitar el coneixement de la Idea, descarta sense resistència (i per tant d'una manera inadvertida per a la consciència) la voluntat i el coneixement de les relacions posat al servei d'ella. La consciència subsisteix en qualitat de subjecte pur del coneixement, i de la voluntat no queda ni record. Per contra, enfront del sublim, aquest estat de pur coneixement ha de ser conquistat prèviament per l'individu, arrencant-se amb violència i conscientment de les relacions de l'objecte, que coneix que són desfavorables per a la seva voluntat i elevant-se lliure i deliberadament per sobre del voler i del coneixement de quant amb ell es relaciona. Aquesta elevació conscient no només necessita conquistar-se, sinó també conservar-se i va acompanyada d'una reminiscència constant de la voluntat, no d'una voluntat especial, individual com el temor o l'esperança, sinó de la voluntat humana en general, tal com es manifesta en la seva objectivitat directa, és a dir, en el cos. Si l'angoixa efectiva de l'individu o el perill procedent de l'exterior produïssin en la consciència un sol moviment real de la voluntat, aquesta, personalment afectada, se sobreposaria bé ràpid, la contemplació serena es faria impossible i la impressió del sublim quedaria destruïda, doncs l'ansietat vindria a reemplaçar-la i l'individu no tindria ja una altra preocupació en el seu pensament que la de salvar-se.

[...]

Quan ens abismem en la contemplació de la immensitat de l'univers en l'espai i en el temps, quan meditem sobre la infinitat dels segles passats i futurs, o bé quan el cel estrellat ens presenta la vista real d'innombrables mons i la nostra intel·ligència concep l'extensió infinita, ens sentim empetitir, sentim que com a individus, com a cossos animats, com a fenòmens passatgers de la voluntat, desapareixem, ens perdem, com una gota d'aigua en l'oceà. Però al propi temps, contra aquest fantasma de la pròpia res, contra una mentida tan impossible, s'aixeca en nosaltres la consciència immediata que tots aquests mons no tenen existència més que en la nostra representació, que no són més que modificacions del subjecte etern del coneixement pur que nosaltres mateixos som aquest subjecte, tan aviat com oblidem la nostra individualitat, convertint-nos en el portador necessari, en la condició de tots aquests mons i de tots aquests temps.

La immensitat del món que ens inquietava, descansa ara en nosaltres, no depenem d'ella, és ella qui depèn de nosaltres. Tot això no es presenta de seguida a la reflexió; tenim, tan sols, el sentiment conscient que en cert sentit (que només la filosofia pot explicar) ens identifiquem amb el món i lluny de ser aclaparats per la seva immensitat, ens sentim realçats per ella. Aquest és el sentiment conscient del que els Upanishads dels Vedas repeteixen tantes vegades i de tan diferents maneres, del que expressa aquesta sentència que hem citat ja al final del § 34: «Hae omnes creaturae in totum ego sum, et proeter m'aliud ens non est.» (Upnekhat, vol. I, pàg. 122.) És l'exaltació per sobre de la pròpia individualitat, el sentiment del sublim.

Rebem directament la impressió del sublim matemàtic, d'un espai, petit en relació amb el món, més que pel fet de poder-li abastar immediata i completament amb la mirada, obra sobre nosaltres amb tot el grandor de les seves tres dimensions, quan aquest grandor és suticient per reduir el nostre propi cos a proporcions gairebé infinitament petites. Un espai buit o descobert no pot produir mai aquesta impressió; es necessita un espai tal que pugui ser immediatament percebut, i per això cal que estiguin delimitades totes les seves dimensions; per exemple, una volta molt alta i ampla, com la de Sant Pere a Roma, o Sant Pau a Londres. El sentiment del sublim resulta aquí que ens adonem de la insignificant petitesa del nostre cos, comparada amb un objecte immens, el qual al seu torn no existeix més que en la nostra representació, i la sustentació de la qual som nosaltres en qualitat de subjectes conocientes. Aquí, com allà on li trobem, neix aquest sentiment del contrast entre la insignificància i la dependència del nostre jo com a fenomen de la voluntat, i la consciència del nostre jo com a subjecte del coneixement. La volta estrellada del cel, quan se la contempla sense reflexionar, no ens impressiona més que a la manera d'una volta de pedra, i en virtut, no de la seva immensitat real, sinó de la seva grandor aparent. Molts objectes dels quals veiem produeixen en nosaltres el sentiment del sublim, perquè ja les seves dimensions o ja la seva antiguitat, és a dir, la seva durada en el temps, ens donen la consciència de la nostra petitesa, i, no obstant això, els contemplem amb delícia: tals són les muntanyes altíssimes, les piràmides d'Egipte, les ruïnes colossals de l'antiguitat, etc.

La nostra teoria del sublim s'aplica igualment a l'esfera moral, és a dir, al que es diu un caràcter sublim. Aquí també resulta el sublim que les coses pròpies per excitar la voluntat són impotents davant ella, i que el coneixement conserva el seu predomini. L'home que tingui aquest caràcter considerarà als altres des del punt de vista purament objectiu i no els jutjarà segons les relacions possibles entre ells i la seva voluntat; veurà els seus defectes, reconeixerà, per exemple, l'odi que li professen o la injustícia amb que li tracten, però sense sentir-se inclinat a odiar-los per la seva banda: apreciarà les seves bones qualitats sense venir de gust tracte amb ells, admirarà la bellesa de les dones, sense desitjar-les. La seva felicitat o la seva dissort personals no li afectaran granment, romandrà tal com Hamlet pinta a Horaci quan diu: «...Doncs tu has estat com l'home que patint-ho tot no ha patit res; tu has acceptat amb equanimitat els cops i els beneficis de la fortuna.»

En la seva pròpia existència, amb tots els revessos inherents a ella, veurà menys la seva destinació individual que el de la humanitat en general, i aquella serà l'assumpte d'estudi més aviat que causa de dolor.

El mundo como voluntad y representación, Orbis, Barcelona 1985, vol. II, § 39, p. 37 y 40-41.

Original en castellà

La distinción entre lo bello y lo sublime es la siguiente: frente a lo bello el conocimiento puro vence sin lucha, pues la belleza del objeto, es decir, su propiedad de facilitar el conocimiento de la Idea, descarta sin resistencia (y por lo tanto de una manera inadvertida para la conciencia) la voluntad y el conocimiento de las relaciones puesto al servicio de ella. La conciencia subsiste en calidad de sujeto puro del conocimiento, y de la voluntad no queda ni recuerdo. Por el contrario, frente a lo sublime, ese estado de puro conocimiento tiene que ser conquistado previamente por el individuo, arrancándose con violencia y conscientemente de las relaciones del objeto, que conoce que son desfavorables para su voluntad y elevándose libre y deliberadamente por encima del querer y del conocimiento de cuanto con él se relaciona. Esta elevación consciente no sólo necesita conquistarse, sino también conservarse y va acompañada de una reminiscencia constante de la voluntad, no de una voluntad especial, individual como el temor o la esperanza, sino de la voluntad humana en general, tal como se manifiesta en su objetividad directa, es decir, en el cuerpo. Si la angustia efectiva del individuo o el peligro procedente de lo exterior produjeran en la conciencia un solo movimiento real de la voluntad, ésta, personalmente afectada, se sobrepondría bien pronto, la contemplación serena se haría imposible y la impresión de lo sublime quedaría destruida, pues la ansiedad vendría a reemplazarla y el individuo no tendría ya otra preocupación en su pensamiento que la de salvarse.

[...]

Cuando nos abismamos en la contemplación de la inmensidad del universo en el espacio y en el tiempo, cuando meditamos sobre la infinidad de los siglos pasados y futuros, o bien cuando el cielo estrellado nos presenta la vista real de innumerables mundos y nuestra inteligencia concibe la extensión infinita, nos sentimos empequeñecer, sentimos que como individuos, como cuerpos animados, como fenómenos pasajeros de la voluntad, desaparecemos, nos perdemos, como una gota de agua en el océano. Pero al propio tiempo, contra este fantasma de la propia nada, contra una mentira tan imposible, se levanta en nosotros la conciencia inmediata de que todos esos mundos no tienen existencia más que en nuestra representación, de que no son más que modificaciones del sujeto eterno del conocimiento puro de que nosotros mismos somos este sujeto, tan pronto como olvidamos nuestra individualidad, convirtiéndonos en el portador necesario, en la condición de todos esos mundos y de todos esos tiempos.

La inmensidad del mundo que nos inquietaba, descansa ahora en nosotros, no dependemos de ella, es ella quien depende de nosotros. Todo esto no se presenta en seguida a la reflexión; tenemos, tan sólo, el sentimiento consciente de que en cierto sentido (que sólo la filosofía puede explicar) nos identificamos con el mundo y lejos de ser abrumados por su inmensidad, nos sentimos realzados por ella. Este es el sentimiento consciente de lo que los Upanishads de los Vedas repiten tantas veces y de tan distintos modos, de lo que expresa esta sentencia que hemos citado ya al final del § 34: «Hae omnes creaturae in totum ego sum, et proeter me aliud ens non est.» (Upnekhat, vol. I, pág. 122.) Es la exaltación por encima de la propia individualidad, el sentimiento de lo sublime.

Recibimos directamente la impresión de lo sublime matemático, de un espacio, pequeño en relación con el mundo, más que por el hecho de poderle abarcar inmediata y completamente con la mirada, obra sobre nosotros con todo el grandor de sus tres dimensiones, cuando este grandor es suticiente para reducir nuestro propio cuerpo a proporciones casi infinitamente pequeñas. Un espacio vacío o descubierto no puede producir jamás esta impresión; se necesita un espacio tal que pueda ser inmediatamente percibido, y para esto es preciso que estén delimitadas todas sus dimensiones; por ejemplo, una bóveda muy alta y ancha, como la de San Pedro en Roma, o San Pablo en Londres. El sentimiento de lo sublime resulta aquí de que nos damos cuenta de la insignificante pequeñez de nuestro cuerpo, comparada con un objeto inmenso, el cual a su vez no existe más que en nuestra representación, y cuyo sostén somos nosotros en calidad de sujetos conocientes. Aquí, como donde quiera que le hallamos, nace este sentimiento del contraste entre la insignificancia y la dependencia de nuestro yo como fenómeno de la voluntad, y la conciencia de nuestro yo como sujeto del conocimiento. La bóveda estrellada del cielo, cuando se la contempla sin reflexionar, no nos impresiona más que a la manera de una bóveda de piedra, y en virtud, no de su inmensidad real, sino de su grandor aparente. Muchos objetos de los que vemos producen en nosotros el sentimiento de lo sublime, porque ya sus dimensiones o ya su antigüedad, es decir, su duración en el tiempo, nos dan la conciencia de nuestra pequeñez, y, sin embargo, los contemplamos con delicia: tales son las montañas altísimas, las pirámides de Egipto, las ruinas colosales de la antigüedad, etc.

Nuestra teoria de lo sublime se aplica igualmente a la esfera moral, es decir, a lo que se llama un carácter sublime. Aquí también resulta lo sublime de que las cosas propias para excitar la voluntad son impotentes ante ella, y de que el conocimiento conserva su predominio. El hombre que tenga este carácter considerará a los demás desde el punto de vista puramente objetivo y no los juzgará según las relaciones posibles entre ellos y su voluntad; verá sus defectos, reconocerá, por ejemplo, el odio que le profesan o la injusticia con que le tratan, pero sin sentirse inclinado a odiarlos por su parte: apreciará sus buenas cualidades sin apetecer trato con ellos, admirará la belleza de las mujeres, sin desearlas. Su felicidad o su desdicha personales no le afectarán grandemente, permanecerá tal como Hamlet pinta a Horacio cuando dice: «...Pues tú has sido como el hombre que padeciéndolo todo no ha padecido nada; tú has aceptado con ecuanimidad los golpes y los beneficios de la fortuna.»

En su propia existencia, con todos los reveses inherentes a ella, verá menos su destino individual que el de la humanidad en general, y aquélla será el asunto de estudio más bien que causa de dolor.