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Hegel: dret i comunitat política/es

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[El derecho, un elemento fundamental de la comunidad política;en su esfera se realiza la libertad abstracta de la personalidad.]

Primero. El hombre es un ser libre. Ésta es la determinación fundamental de su naturaleza. Pero tiene además otras necesidades insoslayables, fines particulares y tendencias, por ejemplo, la tendencia a conocer, a conservar su vida, su salud, etc. El derecho no se ocupa del hombre según estas determinaciones particulares. No tiene la finalidad de favorecerle desde estos puntos de vista o de prestarle ayuda particular en este respecto.

Segundo. El derecho no depende de la intención que uno tiene. Se puede hacer algo con muy buena intención, pero la acción no por eso será jurídica, sino que puede ser, a pesar de ello, antijurídica. Por otra parte, una acción, por ejemplo la afirmación de mi propiedad, puede ser perfectamente justa y ser, sin embargo, hecha de mala intención, puesto que no se trata para mí simplemente de respetar el derecho, sino más bien de perjudicar a otro. Esta intención no tiene ninguna influencia en el derecho.

Tercero. Al derecho no le concierne la convicción que tengo acerca de si mi conducta es justa o injusta. Esto importa particularmente en el caso del castigo. Ciertamente, uno trata de convencer al delincuente de que le ocurre lo justo. Pero esta convicción o su falta no influyen sobre el derecho que se le aplica.

Por último, el derecho no depende de la disposición de ánimo con la que algo se lleva a cabo. Ocurre muy a menudo que uno cumple con el derecho simplemente por temor al castigo o por temor a otras consecuencias desagradables, por ejemplo, a perder la reputación o el crédito. O también se puede cumplir la ley con ánimo de ser recompensado en la otra vida. Pero el derecho como tal es independiente de estas disposiciones de ánimo (PF § 22, pp. 28-29).

La personalidad contiene la capacidad jurídica en general y constituye el concepto y el fundamento —también abstracto— del derecho abstracto, que por serlo es formal. El imperativo del derecho es, por lo tanto: sé una persona y respeta a los demás como personas (FD § 36).

La singularidad inmediata de la persona que toma decisiones se relaciona al actuar con una naturaleza dada; a esta naturaleza la personalidad de la voluntad se enfrenta como un ente subjetivo. Pero como la voluntad en sí misma es infinita y universal, resulta que la limitación de ser sólo subjetiva es contradictoria y nula. Ella es lo activo, que negará la naturaleza y se dará realidad, o, lo que es lo mismo, que es capaz de poner aquella existencia natural como suya (FD § 39).

La persona, para existir como idea realizada, tiene que darse una esfera exterior de su libertad (FD § 41).

Lo que es inmediatamente diferente del espíritu libre es para él y es en sí lo exterior en general: una cosa, algo carente de libertad, de personalidad, de derecho (FD § 42).

La persona tiene el derecho de poner su voluntad en toda cosa, la cual de esta manera se torna mía y recibe mi voluntad como su fin sustancial, ya que ella en sí misma carece de fin. De modo que mi voluntad será su determinación y su alma. Éste es el derecho de apropiación que el hombre tiene sobre todas las cosas. Las llamadas cosas exteriores presentan la apariencia de ser independientes, pero la voluntad libre […que dispone de ellas como quiere] es, por el contrario, la verdad de esta clase de realidades (FD § 44).

El que yo tenga algo en mi poder mediante mis fuerzas exteriores constituye la posesión. Ella tiene también el aspecto particular de poner en evidencia que convierto algo en mío llevado por necesidades naturales, por instintos o por el arbitrio y que en ello reside el interés particular de la posesión. Pero, por otro lado, el aspecto de que yo, en tanto soy voluntad libre, me hago objetivo para mí mismo en la posesión y con ello me convierto recién ahora en auténtica voluntad, constituye lo que es verdadero y justo de la posesión, esto es, la determinación de la propiedad (FD § 45).

Debido a que mi voluntad personal, esto es, mi voluntad como individuo, se me hace objetiva en la propiedad, ésta adquiere el carácter de propiedad privada, y la propiedad común que por naturaleza puede ser poseída por un individuo adquiere la determinación de comunidad disoluble en la que puedo, a mi arbitrio, dejar o no mi parte (FD § 46). Como persona yo mismo soy inmediatamente un individuo. De esto se sigue, en primer lugar, que estoy vivo en este cuerpo orgánico que es mi existencia exterior universal indivisa, la posibilidad real de toda existencia que se determine posteriormente. Pero al mismo tiempo, en cuanto persona, tengo mi vida y mi cuerpo, igual que otras cosas, sólo en la medida en que es mi voluntad tenerlos.

El yo, […] en cuanto existe no para sí sino como concepto inmediato, está vivo y tiene un cuerpo orgánico; se basa en el concepto de la vida y en el del espíritu como alma. Estos son momentos que pertenecen a la filosofía de la naturaleza y a la antropología. Tengo estos miembros, e incluso la vida, sólo porque yo quiero; el animal no puede mutilarse ni matarse, sí, en cambio, el hombre (FD § 47).

El cuerpo, en cuanto existencia inmediata, no es adecuado al espíritu; para que se convierta en su órgano dócil y en su instrumento animado, es preciso que el espíritu comience por tomar posesión de él. Pero para los demás soy esencialmente libre en mi cuerpo tal como lo poseo inmediatamente. Sólo porque vivo en un cuerpo como algo libre, tal existencia viviente no debe ser abusada hasta convertirla en una bestia de carga. Mientras vivo, mi alma […] no está separada de mi cuerpo y éste es la existencia de la libertad y yo siento en él.

La violencia ejercida por otros sobre mi cuerpo es violencia ejercida sobre mí. Puesto que siento, el contacto y la violencia contra mi cuerpo me afectan inmediatamente de modo real y presente. Esto es lo que diferencia a la injuria personal de la violación de mi propiedad exterior, en la cual mi voluntad no tiene esa presencia y realidad inmediatas (FD § 48). En relación con las cosas exteriores, lo racional es que posea propiedad; el aspecto particular comprende, en cambio, los fines subjetivos, las necesidades, el arbitrio, el talento, las circunstancias exteriores, etc.; de ellos depende sólo la posesión como tal. Este aspecto particular, sin embargo, no ha alcanzado aún en esta esfera de la personalidad abstracta a ser idéntico con la libertad. Qué y cuánto poseo es, por lo tanto, contingente desde el punto de vista del derecho (FD § 49).

Según su existencia inmediata, el hombre es en sí mismo algo natural, exterior a su concepto. Sólo por medio del cultivo de su propio cuerpo y espíritu, esencialmente cuando su conciencia de sí se aprehende como libre, entra en posesión de sí y se convierte en su propiedad para sí y frente a los demás. Este tomarse en posesión es, a la inversa, la realización de lo que él es según su concepto (como una posibilidad, facultad, disposición). De esta manera la posesión se pone al mismo tiempo por primera vez como lo suyo y también como objeto separado de la simple autoconciencia, la cual deviene así susceptible de adquirir la forma de la cosa. La supuesta justificación de la esclavitud (en cualesquiera de sus fundamentaciones: la fuerza física, la prisión de guerra, la salvación y conservación de la vida, el mantenimiento, la educación, los beneficios, el propio consentimiento, etc.), lo mismo que la justificación de una dominación como mero señorío en general y toda opinión histórica sobre el derecho de la esclavitud y el señorío, se basan en el punto de vista que toma al hombre como ser natural, que lo interpreta de acuerdo con una existencia (a la que pertenece también el arbitrio) que no es adecuada a su concepto. La afirmación de la absoluta injusticia de la esclavitud se atiene, por el contrario, al concepto del hombre como espíritu, como en sí libre, y es unilateral al considerar que el hombre es por naturaleza libre o, lo que es lo mismo, al no tomar a la idea como lo verdadero, sino al concepto en cuanto tal en su inmediatez. Esta antinomia reside, como todas, en el formalismo del pensamiento, que afirma y mantiene separados los dos momentos de una idea, cada uno por sí, con lo cual no son adecuados a ella y carecen de verdad. […] El lado de la antinomia que afirma el concepto de libertad tiene por ello la ventaja de contener el punto de partida absoluto para la verdad, pero sólo el punto de partida, mientras que el otro lado, que permanece en la existencia carente de concepto, no contiene el punto de vista de la racionalidad y del derecho. El punto de vista de la voluntad libre, con el que comienzan el derecho y la ciencia del derecho, ya está más allá de la falsa posición que considera al hombre como ser natural y como mero concepto en sí, y en consecuencia apto para la esclavitud (FD § 57).

Puedo enajenar mi propiedad, ya que es mía sólo en cuanto deposito en ella mi voluntad, y dejarla sin dueño (derelinquo) o entregarla en posesión a la voluntad de otro, pero lo puedo hacer sólo en la medida en que la cosa por su propia naturaleza es algo exterior (FD § 65).

Son inenajenables aquellos bienes, o más bien aquellas determinaciones sustanciales (el derecho sobre las cuales tampoco puede prescribir) que constituyen mi propia persona y la esencia universal de mi autoconciencia, tales como mi personalidad en general, la universal libertad de mi voluntad, la eticidad, la religión.

Lo que es el espíritu según su concepto o en sí, también debe serlo en la existencia y para sí (debe ser, por lo tanto, persona con capacidad para tener propiedad, con un mundo ético y una religión). […] Precisamente en este concepto de ser lo que se es sólo por sí mismo y como infinito retorno a sí a partir de la inmediatez natural de su existencia, radica la posibilidad de la oposición entre lo que el hombre es sólo en sí y no también para sí, al igual que, inversamente, la oposición entre lo que él es sólo para sí y no es en sí (en la voluntad el mal). En esto radica a su vez la posibilidad de enajenación de la personalidad y de su ser sustancial, bien suceda esta enajenación de un modo inconsciente o expresamente. La esclavitud, la servidumbre, la incapacidad de poseer propiedad, la falta de libertad, etc., son ejemplos de enajenación de la personalidad. Una enajenación de la racionalidad inteligente, la moralidad, la eticidad, la religión, ocurre en la superstición, en la autoridad y pleno poder concedido a otro para que decida qué actos debo efectuar (cuando alguien se compromete expresamente al robo, al crimen o a la posibilidad del delito) y prescriba y determine qué es para mí una obligación de conciencia, qué es la verdad religiosa, etc. El derecho de esta inenajenabilidad es imprescriptible, porque el acto por el que tomo posesión de mi personalidad y esencia sustancial, y me convierto en responsable y capaz de derecho, en sujeto moral y religioso, quita precisamente a esas determinaciones la exterioridad, que es lo único que las hace factibles de ser posesión de otro. Con esta superación de la exterioridad desaparece la determinación temporal y todas las razones que pudieran provenir de mi consentimiento o aquiescencia previos. Este retorno mío en mí mismo, por el que me hago existente como idea, como persona jurídica y moral, elimina la relación anterior y la injusticia que yo y el otro habíamos cometido contra mi concepto y razón al tratar y dejar tratar como algo exterior a la infinita existencia de la autoconciencia. Este retorno en mí descubre la contradicción de haber dado en posesión a otros mi capacidad de derecho, eticidad y religiosidad, que yo mismo no poseía y que, tan pronto como las poseo, existen esencialmente sólo como mías y no como algo exterior (FD § 66).

De mis habilidades especiales, corporales o espirituales y de mis posibilidades de actividad puedo enajenar a otro producciones particulares y un uso de ellas limitado en el tiempo, porque con esta limitación ellas mantienen una relación exterior con mi totalidad y universalidad. Con la enajenación de todo mi tiempo concreto de trabajo y de la totalidad de mi producción, convertiría en propiedad de otro mi sustancia misma, mi actividad y realidad universal, mi personalidad.

Es la misma relación que hay […] entre la sustancia de la cosa y su utilización. Así como ésta sólo se diferencia de aquélla en la medida en que está limitada, así también el uso de mis fuerzas se diferencia de ellas mismas, y por lo tanto de mí, sólo en cuanto se lo limita cuantitativamente. La totalidad de las exteriorizaciones de una fuerza son la fuerza misma; la totalidad de los accidentes, la sustancia; la totalidad de las particularidades, lo universal (FD § 67).

Es tan necesario racionalmente que los hombres entren en relaciones contractuales —donar, permutar, comerciar— como que posean propiedad. Para su conciencia, lo que los lleva al contrato es la necesidad, la benevolencia, la utilidad, etc., pero en sí es la razón, es decir, la idea de la existencia real (o sólo existente en la voluntad) de la libre personalidad. — El contrato supone que los que participan en él se reconocen como personas y propietarios; puesto que el contrato es una relación del espíritu objetivo, el momento del reconocimiento ya está supuesto y contenido en él (FD § 71).

No sólo puedo enajenar una propiedad, siendo una cosa exterior, sino que por su concepto debo hacerlo para que mi voluntad, en cuanto existente, sea objetiva. Pero según este momento mi voluntad es, en cuanto enajenada, al mismo tiempo otra voluntad. Esto es, en lo que esta necesidad del concepto es real, la unidad de diferentes voluntades, en la que por tanto éstas abandonan su diferencia y lo que les es propio. Pero en esta identidad de su voluntad está también contenido (en este estadio) que cada una no es idéntica con la otra, sino es y sigue siendo para sí voluntad propia (FD § 73).

Puesto que las dos partes contratantes se comportan entre sí como personas inmediatas independientes, resulta que a) el contrato tiene su origen en el arbitrio; b) que la voluntad idéntica que entra en la existencia con el contrato, es sólo puesta por las partes, y es por lo tanto voluntad común y no en y para sí universal; c) el objeto del contrato es una cosa exterior individual, pues sólo una cosa tal está sometida al mero arbitrio de enajenarla.

No se puede, pues, subsumir el matrimonio bajo el concepto de contrato, como vergonzosamente —hay que decirlo— lo ha hecho Kant (Principios metafísicos de la doctrina del derecho). Del mismo modo, la naturaleza del Estado tampoco radica en una relación contractual, se lo considere como un contrato de todos con todos o de todos con el príncipe o el gobierno. La intromisión de estas relaciones y en general de las relaciones de la propiedad privada en las cuestiones del Estado ha provocado las mayores confusiones en el derecho público y en la realidad. Así como en épocas pasadas los derechos y deberes del Estado fueron considerados como propiedad privada de individuos particulares y reivindicados frente al derecho del príncipe y el Estado, así en una época más reciente se consideró que los derechos del príncipe y del Estado eran objeto de contrato y estaban fundados en él, que eran una mera comunidad de voluntades surgida del arbitrio de quienes están unidos en un Estado. Ambos puntos de vista son muy diferentes, pero tienen en común que trasladan la determinación de la propiedad privada a una esfera totalmente diferente y de una naturaleza más elevada (FD § 75).

En el contrato el derecho en sí está como algo establecido o puesto, su universalidad interna como una comunidad del arbitrio y de la voluntad particular. Esta manifestación aparente del derecho, en que él y su existencia esencial, la voluntad particular, coinciden de un modo inmediato y contingente, se desarrolla, en la injusticia, en mera apariencia que se contrapone al derecho en sí; y se convierte, en el caso de la voluntad particular, en un derecho particular de ella. La verdad de esta apariencia es que ella es nula y que el derecho se restaura por la negación de esta negación suya. En este proceso de mediarse, de volver a sí desde su negación, el derecho se determina como efectivamente real y válido, mientras que anteriormente era sólo en sí e inmediato (FD § 82).

La toma de posesión y el contrato, por sí y según sus tipos particulares —en primer lugar las diversas exteriorizaciones y consecuencias de mi voluntad—, son, respecto del reconocimiento de otros, fundamentos jurídicos, porque la voluntad es lo en sí mismo universal. En la multiplicidad y exterioridad con que estos fundamentos se mantienen unos respecto de otros, radica que respecto de una y la misma cosa puedan corresponder a diversas personas, cada una de las cuales considera la cosa como su propiedad basándose en su fundamento jurídico particular. De esta manera surgen los conflictos jurídicos (FD § 84).

Este conflicto, en el que se reivindica la cosa por un fundamento jurídico, y que constituye la esfera de los procesos civiles, contiene el reconocimiento del derecho como lo universal y decisivo, de manera tal que la cosa debe pertenecer a quien tenga derecho a ella. El conflicto se refiere sólo a la subsunción de la cosa bajo la propiedad de uno u otro; es, pues, un juicio simplemente negativo donde el predicado de lo mío sólo niega lo particular (FD § 85).

El reconocimiento del derecho está ligado en las partes a las opiniones e intereses particulares opuestos. Contra esta apariencia se manifiesta en su propio interior el derecho en sí como representación y exigencia. Pero en principio es sólo un deber ser, porque la voluntad no se ha liberado aún de la inmediatez del interés y no tiene todavía como fin, en cuanto particular, la voluntad universal. Ésta no se ha determinado aún como la reconocida realidad efectiva ante la que las partes deberían resignar sus opiniones e intereses particulares (FD § 86).

En cuanto viviente, el hombre puede por cierto ser sojuzgado, es decir, puestos sus aspectos físicos y exteriores bajo la fuerza de otro. La voluntad libre, en cambio, no puede ser en y para sí violentada, sino sólo en cuanto ella misma no retorna a sí de la exterioridad en la que es retenida o en cuanto no se retira de su representación. Sólo se puede obligar a algo a quien quiere ser obligado (FD § 91).

Puesto que la voluntad es idea y efectivamente libre sólo en la medida en que tiene existencia, y la existencia en que se ha colocado es el ser de la libertad, la fuerza y la violencia se destruyen en su concepto inmediatamente a sí mismas, en cuanto exteriorización de una voluntad que elimina la exteriorización o existencia de una voluntad. Por ello, la fuerza y la violencia, tomadas abstractamente, son injustas (FD § 92). La exposición real de que la violencia se destruye en su propio concepto es que la violencia se elimina con la violencia. En cuanto segunda violencia, que es eliminación de una primera, es por lo tanto justa, no sólo en ciertas condiciones sino necesariamente.

La violación de un contrato por no cumplimiento de lo estipulado, o la lesión de los deberes jurídicos de la familia o del Estado por una acción o una omisión, es una primera violencia, o por lo menos una fuerza en la medida en que retengo o sustraigo una propiedad que es de otro o lo privo de una prestación que le debo. —La violencia pedagógica, o la que se ejerce contra el salvajismo o la barbarie, aparece como si fuera una primera violencia que no sigue a otra previa. Pero la voluntad natural es en sí fuerza contra la idea de la libertad existente en sí, que tiene que hacerse valer y ser protegida frente a aquella voluntad no cultivada. O bien ya está puesta una existencia ética en la familia o en el Estado, contra la cual aquella naturalidad es un acto de violencia, o bien existe sólo una situación natural, una situación de violencia, frente a la que la idea funda un derecho de héroes (FD § 93).

El derecho abstracto es derecho forzoso porque la injusticia contra él es una fuerza contra la existencia de mi libertad en una cosa exterior. La conservación de esta existencia frente a la fuerza es, por lo tanto, también una acción exterior y una fuerza que elimina la primera (FD § 94). La primera violencia ejercida como fuerza por el individuo libre, que lesiona la existencia de la libertad en su sentido concreto, el derecho en cuanto derecho, es el delito. Es un juicio negativo infinito en su sentido completo, mediante el cual no sólo se niega lo particular, la subsunción de una cosa bajo mi voluntad, sino también lo universal, lo infinito en el predicado de lo mío. Es decir que se niega no sólo la capacidad jurídica, sin la mediación de mi opinión (como en el fraude), sino precisamente en contra de ella. Esto constituye la esfera del derecho penal.

El derecho cuya lesión es el delito ha adoptado hasta este momento las configuraciones determinadas que hemos estudiado, y el delito tiene por ello su significado más preciso en relación con esas determinaciones. Pero lo que es sustancial en estas formas es lo universal, que permanece inalterado en su posterior desarrollo y configuración, con lo cual su lesión sigue siendo, según su concepto, delito (FD § 95).

Lo único que puede ser lesionado es la voluntad existente. Pero la voluntad, al penetrar en la existencia, ha entrado en la esfera de la extensión cuantitativa y de las determinaciones cualitativas, y se ha diversificado de acuerdo con ellas, por lo que surge una diferencia correlativa en el lado objetivo del delito, según que aquella existencia y sus determinaciones, sean lesionadas en la totalidad de su extensión —y por lo tanto en la infinitud igual a su concepto (como por ejemplo en el asesinato, la esclavitud, la persecución religiosa, etc.)— o sólo parcialmente y también según en cuál de sus determinaciones cualitativas haya sufrido lesión (FD § 96).

La lesión, en cuanto afecta sólo la existencia exterior o la posesión, es un perjuicio, un daño de algún aspecto de la propiedad o de la riqueza. La eliminación de la lesión como daño es la indemnización civil del reemplazo, en la medida en que éste pueda tener lugar (FD § 98). La lesión que afecta en cambio a la voluntad existente en sí (y por consiguiente tanto a la del que la efectúa como a la del que la padece y a la de todos los demás) no tiene ninguna existencia positiva en dicha voluntad ni en su mero producto. La voluntad existente en sí (el derecho, la ley en sí) es lo que por sí no puede existir exteriormente y es, por lo tanto, ilesionable. La lesión es, pues, para la voluntad particular del lesionado y de los demás sólo algo negativo. Su única existencia positiva es como voluntad particular del delincuente. La lesión de ésta en cuanto voluntad existente es, por lo tanto, la eliminación del delito —que de otro modo sería válido— y la restauración del derecho.

La teoría de la pena es una de las materias peor tratadas en la moderna ciencia positiva del derecho, porque de acuerdo con ella el entendimiento no es suficiente, sino que depende esencialmente del concepto. Si se considera el delito y su eliminación, que por otra parte se determina como pena, solamente como un perjuicio en general, aparecerá por cierto como algo irracional querer un perjuicio meramente porque ya existía un perjuicio anterior. En las diversas teorías sobre la pena —las de la prevención, intimidación, amenaza, corrección, etc.—, este carácter superficial del perjuicio es presupuesto como elemento primordial, y lo que, por el contrario, debe resultar se determina de manera igualmente superficial como un bien. De lo que se trata no es, sin embargo, de un perjuicio ni de este o aquel bien, sino, de un modo determinado, de la injusticia y de la justicia. Con aquel punto de vista superficial se deja de lado la consideración objetiva de la justicia, que es lo primero y sustancial en el tratamiento del delito. De este modo se convierte en esencial el punto de vista moral, el lado subjetivo del delito, mezclado con triviales representaciones psicológicas sobre la fuerza y atracción de los estímulos sensibles en contra de la razón, sobre la violencia psicológica y su influencia en la representación (como si ésta no fuera rebajada por la libertad a algo meramente contingente). Las diversas consideraciones acerca de la pena como fenómeno y de su relación con la conciencia particular, que se refieren a las consecuencias sobre la representación (intimidar, corregir, etc.), tienen en su lugar, es decir, en lo que atañe meramente a la modalidad de la pena, una importancia esencial, pero suponen la fundamentación de que la pena sea en y por sí justa. En esta discusión lo único que importa es que el delito debe ser eliminado no como la producción de un perjuicio, sino como lesión del derecho en cuanto derecho. A partir de allí se debe averiguar cuál es la existencia que tiene el delito y que debe ser eliminada. Esta existencia es el verdadero perjuicio que hay que hacer desaparecer, y determinar dónde se encuentra es el punto esencial. Mientras los conceptos sobre esta cuestión no se conozcan de un modo determinado, seguirá reinando la confusión en la consideración de la pena (FD § 99).

La lesión que afecta al delincuente no es sólo justa en sí; por ser justa es al mismo tiempo su voluntad existente en sí, una existencia de su libertad, su derecho. Es, por lo tanto, un derecho hacia el delincuente mismo, es decir, que pertenece a su voluntad existente, a su acción. En efecto, en esta acción, en cuanto acción de un ser racional, está implícito que ella es algo universal, que por su intermedio se establece una ley que el delincuente ha reconocido en ella para sí y bajo la cual puede, por lo tanto, ser subsumido como bajo su derecho (FD §100).

La eliminación del delito es, en esta esfera de la inmediatez del derecho, para comenzar venganza. Ésta es justa según su contenido en la medida en que es una retribución, pero según la forma es la acción de una voluntad subjetiva, que puede colocar su infinitud en cualquier lesión que haya ocurrido. Su justicia es por lo tanto contingente, al mismo tiempo que la voluntad es para los otros sólo una voluntad particular. La venganza, por haber sido la acción la iniciativa de una voluntad particular, se convierte en una nueva lesión: con esta contradicción cae en el progreso al infinito y es heredada ilimitadamente de generación en generación.

Cuando se persigue y castiga los delitos no como crimina publica sino como crimina privata (como entre los judíos y los romanos, el robo y el hurto, entre los ingleses aún en ciertos casos, etc.), la pena tiene todavía en sí al menos una parte de venganza. El ejercicio de la venganza por parte de los héroes, caballeros aventureros, etc., se diferencia de la venganza privada. Aquélla pertenece al origen de los Estados (FD §102). La exigencia de resolver esta contradicción que se presenta en la manera de eliminar la injusticia, es la exigencia de una justicia liberada de los intereses y de las formas subjetivas, así como de la contingencia del poder; es, pues, la exigencia de una justicia no vengativa sino punitiva. Aquí se presenta, para comenzar, lo que exige una voluntad que, en cuanto voluntad subjetiva particular, quiere lo universal como tal. Este concepto de la moralidad no es, sin embargo, sólo una exigencia, sino que ha surgido de este movimiento mismo (FD §103).


Hegel, G. W. F. Propedéutica filosófica. Traducción de Eduardo Vásquez. Caracas: Editorial de la Universidad Simón Bolívar, 1980. / Hegel, G. W. F. Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política. Traducción de Juan Luis Vermal. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1975.


Texto escogido por CARLA CORDUA. Universidad de Puerto Rico, Río Piedras.