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Hegel: Estat i voluntat racional/es

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[El Estado en sentido estrecho es el punto culminante del proceso de realización de la voluntad racional. La soberanía interna del Estado. La Constitución política y el patriotismo. El príncipe y los poderes del Estado. La burocracia profesional. El sistema representativo de los estamentos.]

El Estado es la realidad efectiva de la idea ética, el espíritu ético como voluntad sustancial revelada, clara para sí misma, que se piensa y se sabe y cumple aquello que sabe precisamente porque lo sabe. En las costumbres tiene su existencia inmediata y en la autoconciencia del individuo, en su saber y su actividad, tiene su existencia mediata; el individuo, a su vez, tiene su libertad sustancial en el sentimiento de que él es su propia esencia, el fin y el producto de su actividad (FD § 257).

El Estado, en cuanto realidad de la voluntad sustancial, […] es lo racional en y para sí. Esta unidad sustancial es el absoluto e inmóvil fin último en el que la libertad alcanza su derecho supremo, por lo que este fin último tiene un derecho superior al individuo, cuyo supremo deber es ser miembro del Estado.

Cuando se confunde el Estado con la sociedad civil y se lo concibe como encargado de la seguridad y protección personal, el interés del individuo en cuanto tal se ha transformado en el fin último. Este fin sería lo que habría llevado a unirse a los hombres, de lo que se desprende, además, que ser miembro del Estado depende del arbitrio de cada uno. La relación del individuo con el Estado es, sin embargo, totalmente diferente: por ser el Estado el espíritu objetivo, resulta que el individuo sólo tiene objetividad, verdad y ética si forma parte de él. La unión como tal es ella misma el fin y el contenido verdadero, y la destinación de los individuos es llevar una vida universal. Sus restantes satisfacciones, actividades y modos de comportarse tienen como punto de partida y resultado este elemento sustancial y válido universalmente. La racionalidad, tomada abstractamente, consiste en la unidad y compenetración de la universalidad y la individualidad. En este caso concreto es, según su contenido, la unidad de la libertad objetiva, es decir, la voluntad universal sustancial, y la libertad subjetiva, o sea, el saber individual y la voluntad que busca sus fines particulares. Según su forma es, por tanto, un obrar que se determina de acuerdo con leyes y principios pensados, es decir, universales. Esta idea es el eterno y necesario ser en y para sí del espíritu. Ahora bien, cuál sea o haya sido el origen histórico del Estado en general o de un Estado particular, de sus derechos y disposiciones, si han surgido de relaciones patriarcales, del miedo o la confianza, de la corporación, etc., y cómo ha sido aprehendido y se ha afirmado en la conciencia aquello sobre lo que se fundamentan tales derechos —como algo divino, como derecho natural, contrato o costumbre—, todo esto no incumbe a la idea misma del Estado (FD § 258).

La idea del Estado: a) tiene una realidad inmediata; como tal es el Estado individual en cuanto organismo que se relaciona consigo y tiene su expresión en la Constitución y en el derecho político interno; b) pasa a la relación del Estado individual con otros Estados, lo cual se expresa en el derecho político externo; c) es la idea universal como género y como poder absoluto frente a los Estados individuales, el espíritu que se da su realidad efectiva en el proceso de la historia universal (FD § 259).

El Estado es la realidad efectiva de la libertad concreta. Por su parte, la libertad concreta consiste en que la individualidad personal y sus intereses particulares tengan su total desarrollo y el reconocimiento de su derecho (en los sistemas de la familia y de la sociedad civil), al mismo tiempo que, en parte, lleguen a coincidir por sí mismos con el interés general, y en parte lo reconozcan a sabiendas y voluntariamente como su propio espíritu sustancial y lo tomen como fin último de su actividad. De este modo, lo universal no se cumple ni tiene validez sin el interés, el saber y el querer particular, ni el individuo vive meramente para sus asuntos como una persona privada, sin querer al mismo tiempo lo universal y tener una actividad consciente de este fin. El principio de los Estados modernos tiene la enorme fuerza y profundidad de dejar que el principio de la subjetividad se desarrolle al cabo hasta llegar al extremo independiente de la particularidad personal, para, a la vez, retrotraerlo a la unidad sustancial, conservando así esta unidad en el individuo mismo (FD § 260).

Frente a las esferas del derecho y el bienestar privados, de la familia y la sociedad civil, el Estado representa, por una parte, una necesidad exterior y el poder superior a cuya naturaleza se subordinan las leyes y los intereses de aquellas esferas, y de la cual dependen. Pero, por otra parte, el Estado es el fin inmanente de ellos y tiene su fuerza en la unidad de su fin último universal y el interés particular de los individuos, lo que se muestra en el hecho de que éstos no tienen deberes frente al Estado sino en tanto tienen derechos (FD § 261).

Puesto que ellos mismos son naturalezas espirituales, los individuos que componen la multitud encierran un doble momento: el extremo de la individualidad que sabe y quiere para sí, y el extremo de la universalidad que sabe y quiere lo sustancial. Sólo alcanzan, por tanto, el derecho de ambas partes si existen como personas privadas y como personas sustanciales [o ciudadanos]. Lo primero lo logran inmediatamente en aquellas esferas [de la familia y la sociedad civil], y lo segundo, por una parte, debido a que tienen su autoconciencia esencial en las instituciones en cuanto éstas son lo universal en sí de sus intereses particulares, y, por otra parte, al proporcionárseles en la corporación una tarea y una actividad dirigidas a un fin universal (FD § 264).

Estas instituciones constituyen, en lo particular, la Constitución, es decir, la racionalidad desarrollada y realizada. Son por ello la base firme del Estado, así como de la confianza y disposición de los individuos respecto de él. Son los pilares de la libertad pública, pues en ellas se realiza y alcanza un carácter racional la libertad particular, con lo que tiene lugar en sí la unión de libertad y necesidad (FD § 265).

La disposición política [del individuo], el patriotismo —en cuanto certeza que está en la verdad (…) y el querer que se ha convertido en costumbre— no es más que el resultado de las instituciones existentes en el Estado. Éste es, en efecto, el lugar en el que la racionalidad se ha vuelto eficiente y donde recibe su confirmación por la acción que se atiene a aquellas instituciones. Esta disposición es en general la confianza (que puede evolucionar hasta convertirse en comprensión más o menos educada), la conciencia de que mi interés sustancial y particular está contenido y preservado en el interés y el fin de otro (aquí el Estado) en cuanto está en relación conmigo como individuo. De esta manera, este otro deja inmediatamente de ser un otro para mí y yo soy libre en esta conciencia (FD § 268). La disposición política [individual] toma su contenido determinado de los diversos aspectos del organismo del Estado. Este organismo es el desarrollo de la idea en sus diferencias y en su realidad objetiva. Estos diferentes aspectos son los distintos poderes [del Estado] y sus tareas y actividades, por medio de los cuales lo universal se produce continuamente de modo necesario —puesto que aquéllos están determinados por la naturaleza del concepto, al mismo tiempo lo universal se conserva, ya que está a la vez presupuesto en su producción. Este organismo es la Constitución política (FD § 269).

Que el fin del Estado sea el interés general como tal y que en ello radique, como su sustancia, la conservación de los intereses particulares, constituye: 1) su realidad abstracta o sustancialidad; pero ella es 2) su necesidad, en cuanto se divide en las diferencias conceptuales de su eficacia, las cuales, por aquella sustancialidad, son también determinaciones fijas y efectivas: los poderes [del Estado]. 3) Pero esta sustancialidad es precisamente el espíritu que se sabe y se quiere porque ha pasado por la formación que da la cultura. El Estado sabe por lo tanto lo que quiere, y lo sabe en su universalidad, como algo pensado; por eso obra y actúa siguiendo fines sabidos, principios conocidos y leyes que no son sólo en sí, sino también para la conciencia; del mismo modo, si se refiere a circunstancias y situaciones dadas, lo hace de acuerdo con el conocimiento que se tiene de ellas.

Éste es el lugar para referirse a la relación del Estado con la religión, ya que últimamente se ha repetido con mucha frecuencia que la religión es el fundamento del Estado, y que esta afirmación se hace además con la pretensión de que con ella la ciencia del Estado está de más. Por otra parte, ninguna afirmación es tan adecuada para provocar la confusión y elevarla incluso al rango de Constitución del Estado, a la forma que sólo debiera tener el conocimiento. […]

Pero la determinación esencial acerca de la relación entre la religión y el Estado sólo se obtiene si se recuerda su concepto. La religión tiene como contenido la verdad absoluta y le corresponde por lo tanto la disposición más elevada. En cuanto intuición, sentimiento, conocimiento representativo que se ocupa de Dios como causa y fundamento ilimitado, del cual todo depende, ella contiene la exigencia de que todo sea aprehendido en esta perspectiva y que sea ella la que le da su confirmación, justificación y certeza [a todo]. En esta relación el Estado y las leyes, al igual que los deberes adquieren para la conciencia su suprema verificación y obligatoriedad. En efecto, el Estado, las leyes y los deberes también son en su realidad algo determinado, que pasa a una esfera superior como a su fundamento. Por eso es la religión la que ofrece la conciencia de lo inmutable y de la más alta libertad y satisfacción en tiempos de cambio, de pérdida de posesiones, de intereses y fines reales. Pero si bien la religión constituye el fundamento que contiene en sí lo ético en general y más precisamente la naturaleza del Estado como voluntad divina, es al mismo tiempo nada más que fundamento, y es aquí donde ambas esferas se separan. El Estado es voluntad divina en cuanto espíritu actual que se desarrolla adquiriendo una figura real y organizándose como un mundo. Quienes frente al Estado quieren aferrarse a la forma de la religión se comportan como los que en el conocimiento creen tener razón si permanecen exclusivamente en la esencia y no pasan de esta abstracción a la existencia, o como los que sólo quieren el bien abstracto y le reservan al arbitrio la determinación de lo que es bueno. La religión es la relación con lo absoluto en la forma del sentimiento, de la representación y la fe, y en su centro, que todo lo incluye, todo existe como mero accidente, destinado a desaparecer. Si se extiende esta forma de pensar también al Estado y se la convierte en válida y determinante, el Estado, en cuanto organismo que desarrolla diferencias establecidas, leyes e instituciones, queda librado a la inestabilidad, la inseguridad y la destrucción. Lo objetivo y universal, las leyes, en vez de ser consideradas como algo válido y establecido, adquieren un carácter negativo frente a aquella forma que abarca todo lo determinado y precisamente por eso deviene subjetiva. Para la conducta del hombre se desprende la siguiente consecuencia: no se le da ninguna ley al justo; sed piadosos y haced lo que queráis; podéis entregaros a la pasión y a la arbitrariedad, y a los demás, que sufren las injusticias derivadas de ello, remitidlos al consuelo y la esperanza de la religión, o, peor aún, rechazadlos y condenadlos por irreligiosos. En la medida en que este comportamiento negativo no es una mera disposición interior sino se aplica a la realidad y se hace valer en ella, nace el fanatismo religioso, que, al igual que el político, destierra toda institución del Estado y todo ordenamiento legal por considerarlos barreras opresivas e inadecuadas para la infinitud interior del sentimiento. De esta manera se proscribe la propiedad privada, el matrimonio, las relaciones y el trabajo de la sociedad civil, etc., como cosas indignas del amor y de la libertad del sentimiento. Pero puesto que es necesario decidirse por una acción y una existencia reales, ocurre lo mismo que en el caso de la subjetividad de la voluntad que se sabe absoluta: se decide de acuerdo con la representación subjetiva, es decir, con la opinión y el capricho arbitrario.[…] Pertenece a la historia el hecho de que hayan existido épocas y situaciones de barbarie en las que toda espiritualidad superior tenía su asiento en la iglesia, el Estado no era más que un régimen de violencia, de arbitrariedad y de pasiones… Iglesia y Estado no se oponen por el contenido de la verdad y la racionalidad, pero se diferencian en cambio por la forma… Para que el Estado, en cuanto realidad ética del espíritu que se sabe, llegue a la existencia, es necesaria su separación de la forma de la autoridad y la fe… La separación de la iglesia, lejos de ser o haber sido una desgracia para el Estado, es el único medio por el cual éste pudo haber llegado a su determinación: la racionalidad y la moralidad autoconscientes. Al mismo tiempo, es lo mejor que le pudo haber ocurrido a la iglesia y al pensamiento para que llegaran a la libertad y a la racionalidad que les corresponde (FD § 270).

En primer lugar, la Constitución política es la organización del Estado y el proceso de su vida orgánica en relación consigo mismo; en ellos el Estado diferencia sus momentos en su propio interior y los despliega hasta que alcanzan una existencia firme.

En segundo lugar, el Estado es, en cuanto individualidad, una unidad excluyente, que en consecuencia se relaciona con otro; su diferenciación, en este respecto, está vuelta hacia el exterior y, de acuerdo con esta determinación, establece aquellas diferencias suyas en su interior idealmente [de modo que ellas existen definidamente en él pero sin escindir su unidad] (FD § 271).

La Constitución es racional en la medida en que el Estado determina y diferencia en sí su actividad de acuerdo con la naturaleza del concepto. Según ella, cada uno de los poderes es en sí mismo la totalidad, porque posee y contiene en sí la actividad eficaz de los otros momentos, y porque, al expresar éstos la diferencia del concepto, conservan absolutamente su idealidad y no constituyen sino un único todo individual (FD § 272). El Estado político se divide entonces en las siguientes diferencias sustanciales:

a) el poder de determinar y establecer lo universal: el poder legislativo; b) la subsunción de las esferas particulares y los casos individuales bajo lo universal: el poder gubernativo; c) la subjetividad como decisión última de la voluntad: el poder del príncipe. En él se reúnen los diferentes poderes en una unidad individual, que es, por tanto, la culminación y el comienzo del todo; ésta es la monarquía constitucional.

El desarrollo del Estado en monarquía constitucional es la obra del mundo moderno, en el cual la idea sustancial ha alcanzado su forma infinita. La historia de esta penetración profunda del espíritu del mundo en sí, o, lo que es lo mismo, este libre desarrollo mediante el que la idea libera como totalidades a sus momentos —y sólo son momentos suyos—, y precisamente por eso los contiene en la unidad ideal del concepto, que es donde reside la racionalidad real, esta historia de la configuración efectiva de la vida ética es el objeto de la historia universal (FD § 273).

Puesto que el espíritu sólo es efectivamente real como aquello que él sabe que es, y el Estado, en cuanto espíritu de un pueblo, es a la vez la ley que penetra todas sus relaciones, las costumbres y la conciencia de sus individuos, resulta que la Constitución de un pueblo determinado depende del modo y de la cultura de su autoconciencia. En ella reside su libertad subjetiva y en consecuencia la realidad efectiva de la Constitución (FD § 274).

El poder del príncipe contiene en sí mismo los tres momentos de la totalidad: la universalidad de la Constitución y de las leyes, los cuerpos consultivos que representan la relación de lo particular con lo universal, y el momento de la decisión última como autodeterminación, a la que vuelve todo lo restante y que sirve de punto de partida de su realidad. Esta autodeterminación absoluta constituye el principio distintivo del poder del príncipe como tal que es lo que se debe desarrollar para comenzar (FD § 275).

La determinación fundamental del Estado político es la unidad sustancial como idealidad de sus momentos. En ella, los poderes y asuntos particulares del Estado están al mismo tiempo disueltos y conservados, y conservados no como independientes, sino en la medida en que poseen una justificación que se desprende de la idea del todo. Surgen del poder [del Estado] y son miembros fluidos del mismo en cuanto son de su propia identidad (FD § 276).

Los asuntos y actividades particulares del Estado le pertenecen por ser momentos esenciales suyos y están ligados a los individuos que los manejan y ejecutan no por su personalidad inmediata, sino únicamente por sus cualidades generales y objetivas; ellos tienen, por tanto, una vinculación externa y contingente con la personalidad particular como tal. Los asuntos y poderes del Estado no pueden por consiguiente ser propiedad privada (FD § 277).

Estas dos determinaciones, que los asuntos y los poderes particulares del Estado no son fijos e independientes ni para sí ni para la voluntad particular de los individuos, sino que tienen su raíz última en la unidad del Estado que es su propia identidad simple, constituyen la soberanía del Estado (FD § 278).

Los dos momentos en su inseparable unidad —la identidad última y carente de fundamento de la voluntad [libre] y la existencia, asimismo sin fundamento, por ser una determinación que depende de la naturaleza—, esta idea de algo inconmovible para el arbitrio, constituyen la majestad del monarca. En esta unidad reside la unidad efectiva del Estado, que sólo por esta inmediatez interior y exterior queda a salvo de la posibilidad de ser rebajada a la esfera de la particularidad, al arbitrio, a los fines y propósitos que reinan en ella, a la lucha de las facciones por el trono y al debilitamiento y destrucción del poder del Estado (FD § 281).

Se distingue de la decisión [última que corresponde hacer al príncipe] el cumplimiento y la aplicación de sus resoluciones, y en general la prosecución y el mantenimiento de lo ya decidido, de las leyes existentes, de las instituciones y establecimientos de fin común, etc. Esta tarea de subsunción en general concierne al poder gubernativo, en el cual están también comprendidos los poderes judicial y civil, que se relacionan de modo inmediato con lo particular de la sociedad civil y hacen valer en esos fines particulares el interés general (FD § 287).

El mantenimiento de la legalidad y el interés general del Estado en el ejercicio de esos derechos particulares [de la sociedad civil] y la reconducción de éstos a aquéllos, requiere el cuidado de representantes del poder gubernativo: los funcionarios ejecutivos y las autoridades superiores reunidos en órganos consultivos y, por tanto, colegiados, que finalmente convergen en los niveles supremos, que se mantienen en contacto con el monarca (FD § 289).

En los asuntos de gobierno también tiene lugar la división del trabajo. La organización de las autoridades tiene, pues, la tarea formal, pero difícil, de que la vida de abajo, que es vida civil concreta, sea gobernada de un modo concreto, pero que esta actividad [de gobernar] esté, sin embargo, dividida en sus ramas abstractas, las que serán administradas por sus autoridades propias como diferentes centros, cuya efectividad hacia abajo —al igual que en el poder superior de gobierno— deberá convergir nuevamente en una concreta visión de conjunto (FD § 290).

Las tareas de gobierno son de naturaleza objetiva, según su sustancia ya han sido establecidas [y decidido su carácter] y deben ser llevadas a cabo por individuos. No hay entre ambos ninguna conexión natural inmediata: los individuos no están destinados a realizar estas tareas por su personalidad natural o el nacimiento. Para su designación, la manera objetiva depende del conocimiento y la prueba de su capacidad, prueba que asegura al Estado el cumplimiento de sus necesidades, y, al mismo tiempo, por ser la única condición, asegura a todo ciudadano la posibilidad de integrar la clase universal [de los servidores públicos] (FD § 291).

El individuo que por medio de un acto soberano queda ligado a una función pública, tiene que cumplir con su deber: ésta es la condición del nexo en que se halla y del carácter sustancial de su relación. Desempeñando esa función hallará, como consecuencia de aquella relación sustancial, su riqueza, una segura satisfacción de su particularidad y la liberación de su situación exterior y de su actividad oficial de toda otra dependencia o influencia subjetiva (FD § 294).

La seguridad del Estado y de los gobernados contra el abuso de poder por parte de las autoridades y de los funcionarios radica, por una parte, inmediatamente en su jerarquía y responsabilidad, y, por otra, en la legitimación de las comunas y corporaciones, que refrena la intromisión del arbitrio subjetivo en el poder confiado a los funcionarios y completa desde abajo el insuficiente control que se ejerce desde arriba sobre la conducta individual.

En la conducta y formación de los funcionarios se encuentra el punto en el que las leyes y decisiones del gobierno afectan a la individualidad y se hacen valer en la realidad. De él depende la satisfacción y la confianza de los ciudadanos en el gobierno y la realización, o bien el debilitamiento o fracaso, de sus propósitos, pues el modo de la ejecución es fácilmente confundido por el sentimiento con el contenido mismo de lo que se ejecuta, que puede ser oneroso ya de por sí. El carácter inmediato y personal de este contacto [entre ciudadanos y funcionarios] hace que el control superior no alcance en este aspecto su objetivo de un modo perfecto. Puede además encontrar obstáculos en los intereses comunes de los funcionarios, que podrían unirse en una clase frente a los subordinados y frente a los superiores. La eliminación de estos obstáculos, especialmente en instituciones aún imperfectas, puede justificar y requerir la intervención suprema de la soberanía (FD § 295).

Los miembros del gobierno y los funcionarios del Estado constituyen la parte principal de la clase media a la que pertenece la inteligencia culta y la conciencia jurídica de la masa de un pueblo. Las instituciones de la soberanía, desde arriba, y los derechos de las corporaciones, desde abajo, impiden que esta clase adopte la posición aislada de una aristocracia y transforme la cultura y la pericia técnica en medios arbitrarios y de dominación.

Así, en otra época, la administración de justicia, cuyo objeto es el interés común de todos los individuos, se había transformado en un instrumento de ganancia y dominación por el hecho de que el conocimiento del derecho, vestido de erudición y expresado en un idioma extranjero, y el conocimiento de los procedimientos legales, estaban recubiertos por un complejo formalismo (FD § 297).

Al poder legislativo conciernen las leyes en cuanto tales, en la medida en que necesitan una posterior determinación, y los asuntos internos totalmente generales por su contenido. Este poder es una parte de la Constitución misma y la presupone, por lo cual ella queda en y para sí fuera de su determinación directa, aunque recibe un desarrollo ulterior por el perfeccionamiento de las leyes y el carácter progresista de los asuntos generales de gobierno (FD § 298).

En el poder legislativo como totalidad actúan, para comenzar, los otros dos momentos: el monárquico, al que corresponde la decisión suprema, y el poder gubernativo, en cuanto momento consultivo que tiene el conocimiento concreto y la visión global del todo en sus múltiples aspectos, en los que los principios fundamentales se han establecido de manera firme. En especial también se hace efectivo aquí el conocimiento de las necesidades del poder político, el aspecto consultivo. Por último, participa también del [poder legislativo] el elemento constituido por la asamblea de los estamentos (FD § 300).

El elemento de la asamblea estamental tiene el propósito de que los asuntos universales [del Estado] […] dejen existir también al momento de la libertad subjetiva formal, que la conciencia pública sea la universalidad empírica de las opiniones y los pensamientos de la multitud (FD § 301).

Considerados como un órgano mediador, los estamentos están entre el gobierno, por una parte, y el pueblo, disuelto en sus esferas e individuos particulares, por otra. Su función les exige, por consiguiente, tener el sentido y el sentimiento tanto del Estado y del gobierno como el de los intereses de los círculos particulares y de los individuos. Su posición implica, a la vez, que efectuará la función de mediador en común con el poder gubernamental organizado, para impedir que el poder del príncipe aparezca como un extremo aislado y por lo tanto como mero poder arbitrario y dominador, y para evitar también que se aíslen los intereses particulares de las comunas, corporaciones e individuos, o, más aún, evitar que los individuos se conviertan en una multitud o en un simple montón, y, por tanto, que el suyo sea un querer y opinar inorgánico, que se enfrenta al Estado organizado como un poder meramente masivo (FD § 302).

La opinión que afirma que todos deben tomar parte en la deliberación y decisión de los asuntos generales del Estado [en las asambleas estamentales] porque todos son miembros del Estado y esos asuntos son los asuntos de todos, que tienen el derecho de aportar su saber y su voluntad, esta representación que quiere imponer el elemento democrático desprovisto de toda forma racional en el organismo del Estado […] resulta tan natural porque no pasa más allá de la noción abstracta de ‘ser miembro del Estado’ y porque el pensamiento superficial vive de abstracciones. […] El Estado concreto [sin embargo] es la totalidad articulada en sus círculos particulares; el miembro del Estado es un miembro de uno de estos estamentos y sólo en esta determinación objetiva puede ser tomado en consideración en el Estado (FD § 308).

Puesto que los diputados tienen por finalidad deliberar y decidir sobre asuntos generales, su elección implica que, de acuerdo con la confianza que se les tiene, se designa a aquellos individuos que mejor comprenden esos asuntos; ellos no deben hacer valer el interés particular de una comuna o corporación contra el interés general, sino fomentar este último. Su situación no es, por tanto, la de comisionados que trasmiten instrucciones, sobre todo si se tiene en cuenta que su reunión posee el carácter de una asamblea viviente, en la que tiene lugar una información y convencimiento recíprocos y en la que se delibera en común (FD § 309).

La diputación, en cuanto procede de la sociedad civil, tiene además el sentido de que los diputados conocen sus necesidades especiales, sus dificultades y sus intereses particulares, de los cuales ellos mismos participan. Por la naturaleza de la sociedad civil la diputación emana de sus diversas corporaciones […].

Si se considera a los diputados como representantes, esto sólo tiene un sentido orgánico y racional si no son representantes de individuos, de una multitud, sino representantes de alguna de las esferas esenciales de la sociedad, representantes de sus grandes intereses. La representación no tiene entonces el sentido de que uno está en lugar de otro, sino de que el interés mismo está efectivamente presente en su representante (FD § 311).

Cada una de las dos partes del elemento representativo aporta a la deliberación un aspecto particular, y como además uno de los momentos tiene en esta esfera la función peculiar de la mediación, mediación que, por otra parte, tiene lugar entre existentes, se desprende que cada uno de ellos debe tener una existencia separada. La asamblea de los estamentos se divide, por tanto, en dos cámaras [que representan a los dos estamentos de la sociedad civil] (FD § 312).

La libertad subjetiva, formal, por la cual los individuos tienen en cuanto tales sus propios juicios, opiniones y consejos sobre los asuntos públicos, y los expresan, se manifiesta en el conjunto que se denomina opinión pública. En ella se enlaza lo universal en y para sí, lo sustancial y verdadero, con su opuesto, con lo peculiar y particular del opinar de la multitud; esta entidad es, por lo tanto, una contradicción consigo misma, el conocimiento que se ha tornado fenómeno, la esencialidad que es inmediatamente a la vez inesencialidad (FD § 316).

La opinión pública contiene en sí, por tanto, los eternos principios sustanciales de la justicia, el verdadero contenido y el resultado de toda la Constitución, de la legislación y de la situación en general, en la forma del sano entendimiento común, que es el fundamento ético que penetra a todos, pero conformado como prejuicios. La opinión pública también contiene las verdaderas necesidades y las tendencias correctas de la realidad. Al mismo tiempo, sin embargo, como este elemento interior aparece en la conciencia y en la representación en la forma de proposiciones generales […] él representa toda la contingencia del opinar, su ignorancia y error, la falsedad de su conocimiento y de su juicio. Como lo que importa en la opinión pública es tomar conciencia de la peculiaridad de un punto de vista y de un conocimiento, se puede decir que cuanto peor es el contenido de una opinión más peculiar es, pues lo malo tiene un contenido totalmente particular y peculiar, mientras que lo racional es lo universal en y para sí; lo peculiar es aquello por lo cual la opinión se cree algo [o se imagina que ella es algo especial] (FD § 317).

La libertad de la comunicación pública (uno de cuyos medios, la prensa, aventaja al otro, la comunicación oral, por su mayor alcance, pero le es inferior en vitalidad), la satisfacción del prurito de decir y haber dicho su opinión, tiene su garantía directa en las leyes y ordenanzas legales y policiales que en parte impiden los excesos expresivos y en parte los castigan. Su garantía indirecta se encuentra, en cambio, en el carácter inofensivo que tales excesos adquieren gracias fundamentalmente a la racionalidad de la Constitución, a la solidez del gobierno y también a la publicidad de la asamblea representativa. Esta última es una garantía en la medida en que en la asamblea se expresan los conocimientos más sólidos y cultivados sobre los intereses del Estado, con lo que deja a los demás pocas cosas significativas que decir y elimina la creencia de que ese decir tiene una importancia y un efecto especiales. Una última garantía [contra el abuso de la libertad de expresión] reside en la indiferencia y el desprecio que suscita la superficial y odiosa verbosidad en la que [aquella libertad] necesariamente degenera (FD § 319).

La soberanía interior [del Estado consiste en una] idealidad en cuanto en ella los momentos del espíritu y de su realidad efectiva, el Estado, están desarrollados en su necesidad y existen como sus miembros. Pero el espíritu libre, por ser infinita relación negativa consigo, es de un modo igualmente esencial ser-para-sí, que ha recogido en sí la diferencia existente y se ha vuelto, por tanto, exclusivo [o encerrado en sí frente a otros individuos]. En esta determinación el Estado tiene individualidad, la cual existe esencialmente como individuo y en el príncipe es un individuo inmediato y real (FD § 321).


Hegel, G. W. F. Propedéutica filosófica. Traducción de Eduardo Vásquez. Caracas: Editorial de la Universidad Simón Bolívar, 1980. / Hegel, G. W. F. Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política. Traducción de Juan Luis Vermal. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1975.