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Feuerbach: l'essència de l'home i de la religió/es

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[La esencia del hombre]

La religión se funda en la diferencia esencial que existe entre el hombre y el animal; los animales no tienen religión. Los antiguos naturalistas, sin rigor crítico, atribuían al elefante, entre otras loables propiedades, la virtud de la religiosidad; pero la religión del elefante pertenece al reino de la fábula. Cuvier, uno de los más grandes conocedores del reino animal, sostiene, apoyándose en sus propias observaciones, que el elefante no posee mayor nivel de inteligencia que el perro.

¿En qué consiste esa diferencia esencial que existe entre el hombre y el animal? La respuesta más simple, más general y también más popular a esta cuestión es: en la conciencia, pero conciencia entendida en sentido estricto; puesto que la conciencia entendida como sentimiento de sí mismo, como facultad de distinción de lo sensible, de la percepción e incluso del juicio sobre las cosas externas, según determinadas características sensibles, no puede negarse a los animales. La conciencia, en sentido estricto, sólo existe allí donde un ser tiene como objeto su propio género su propia esencialidad. El animal puede devenir objeto de sí mismo en cuanto individuo –por eso posee sentimiento de sí mismo–, pero no en cuanto género –por eso carece de conciencia, nombre derivado de saber–. Por eso, donde hay conciencia, hay también aptitud para la ciencia. La ciencia es la conciencia de los géneros. En la vida tratamos con individuos, en la ciencia con géneros. Pero sólo un ser que tiene como objeto su propio género, su esencialidad, puede convertir en objeto otras cosas, otros seres, según su naturaleza esencial. El animal, por consiguiente, tiene una única vida; el hombre, una vida doble; en el animal la vida interior y exterior se identifican; el hombre, sin embargo, posee una vida interior y otra exterior. La vida interior del hombre es la vida en relación a su especie, a su esencia. El hombre piensa, es decir, conversa, habla consigo mismo. El animal no puede realizar ninguna función genérica sin otro individuo exterior a él; el hombre, sin embargo, puede realizar las funciones genéricas del pensar y hablar, que son verdaderas funciones genéricas, independiente de otro individuo. El hombre es, al mismo tiempo, para sí mismo el yo y el tú; él puede ponerse en el lugar del otro, precisamente porque su objeto no es solamente su individualidad, sino también su especie genérica, su esencia.

La esencia del hombre, a diferencia de la del animal, es no sólo el fundamento de la religión, sino también su objeto. La religión es la conciencia de lo infinito; es y sólo puede ser la conciencia que el hombre tiene de su esencia, no finita y limitada, sino infinita. Un ser realmente finito no tiene ni el más remoto presentimiento ni, por supuesto, conciencia, de un ser infinito, pues la limitación del ser implica la limitación de la conciencia. La conciencia de una oruga, cuya vida y cuyo ser están limitados en el estrecho círculo de una determinada especie de plantas, no se extiende tampoco más allá de este ámbito limitado; distingue perfectamente esta planta de las otras, pero no sabe nada más. Semejante conciencia limitada, infalible, sin posibilidad de error, en razón de su limitación, la llamamos instinto y no conciencia. Conciencia, en sentido propio, riguroso, y conciencia de lo infinito son sinónimos; conciencia limitada no es conciencia; la conciencia es esencialmente universal, naturaleza infinita. La conciencia de lo infinito sólo puede ser conciencia de la infinitud de la conciencia. Con otras palabras, en la conciencia de lo infinito, el hombre consciente tiene por objeto la infinitud de su propia esencia.

¿Qué es, entonces, la esencia del hombre, de la que éste es consciente, o qué es lo que constituye en el hombre el género de la humanidad propiamente dicha? La razón, la voluntad, el corazón. El hombre perfecto debe poseer la facultad del pensamiento, la facultad de la voluntad, la facultad del corazón. La facultad del pensamiento es la luz del conocimiento, la facultad de la voluntad es la energía del carácter y la facultad del corazón es el amor. Razón, amor y voluntad son perfecciones, son facultades supremas, constituyen la esencia absoluta del hombre en cuanto hombre y el fin de su existencia. El hombre existe para conocer, para amar, para querer. Pero, ¿cuál es el fin de la razón? La razón misma. ¿Y del amor? El amor. ¿Y el de la voluntad? La libertad de querer. Conocemos para conocer, amamos para amar, queremos para querer, es decir, para ser libres. El verdadero ser es el ser que piensa, ama, quiere. Verdadero, perfecto, divino es solamente lo que existe para sí mismo. Pero así es el amor, así la razón, así la voluntad. La trinidad divina en el hombre, por encima del hombre individual, es la unidad de razón, amor y voluntad. Razón (imaginación, fantasía, ideas, opinión), voluntad, amor o corazón no son facultades que el hombre tiene -pues él es nada sin ellas; el hombre es lo que es solamente por ellas-; son los elementos que fundamentan su ser, ser que él ni tiene ni hace, fuerzas que lo animan, determinan y dominan, fuerzas absolutas, divinas, a las que no puede oponer resistencia alguna.

[...] [La esencia de la religión]

Vale aquí, sin restricción alguna, la proposición: el objeto del hombre es su esencia misma objetivada. Tal y como el hombre piensa, y siente, así es su Dios; lo que vale el hombre, lo vale su Dios y no más. La conciencia de Dios es la autoconciencia del hombre; el conocimiento de Dios, el autoconocimiento del hombre. Conoces al hombre por su Dios, y viceversa, conoces su Dios por el hombre; los dos son una misma cosa. Lo que para el hombre es Dios, es su espíritu, su alma, y lo que es el espíritu del hombre, su alma, su corazón, es su Dios. Dios es el interior revelado del hombre, el hombre en cuanto expresado; la religión es la revelación solemne de los tesoros ocultos del hombre, la confesión de sus pensamientos más íntimos, la declaración pública de sus secretos de amor.

Pero si la religión, la conciencia de Dios, es definida como la autoconciencia del hombre, esto no lo debemos entender como si el hombre religioso fuera directamente consciente de que su conciencia de Dios es la autoconciencia de su esencia, pues la carencia de esta conciencia constituye justamente la esencia de la religión. Para eliminar este malentendido sería mejor decir: la religión es la autoconciencia primaria e indirecta del hombre. La religión precede siempre a la filosofía tanto en la historia de la humanidad como en la historia de los individuos. El hombre busca su esencia fuera de sí, antes de encontrarla en sí mismo.

La propia esencia es para él, en primer lugar, como un objeto de otro ser. La religión es la esencia infantil de la humanidad; pero el niño ve su esencia, el ser hombre, fuera de sí mismo; como niño, el hombre es objeto para sí mismo como otro ser. El proceso histórico de las religiones consiste en que lo que para las religiones anteriores valía como algo objetivo, ahora es considerado subjetivo, es decir, lo que fue contemplado y adorado como Dios, ahora es reconocido como algo humano. La religión anterior es idolatría para la posteridad: el hombre adoró su propia esencia. El hombre se ha objetivado, pero no reconoció el objeto como su propia esencia. La religión posterior da este paso; cada progreso de la religión representa, por lo tanto, un conocimiento de sí mismo más profundo, pero toda religión determinada que define a sus hermanos mayores como idólatras se exceptuaría a sí misma -y esto necesariamente, de lo contrario ya no sería religión- del destino, de la esencia general de la religión; atribuye a las otras religiones lo que es culpa de la religión en cuanto tal, si es que se puede hablar de culpa. Porque tiene otro objeto, otro contenido, porque ha superado el contenido de las religiones anteriores, cree haberse elevado sobre las leyes eternas y necesarias que fundan la esencia de la religión, cree que su objeto, su contenido, es sobrehumano. Sin embargo, el pensador penetra la esencia oculta para sí misma de la religión, pues para el pensador la religión es un objeto como no puede serlo para la misma religión. Nuestra tarea es precisamente demostrar que la contradicción entre lo divino y lo humano es ilusoria, es decir, que no hay más contradicción que la que existe entre la esencia y el individuo humanos, y que, por consiguiente, el objeto y el contenido de la religión cristiana son absolutamente humanos.

La religión, por lo menos la cristiana, es la relación del hombre consigo mismo, o, mejor dicho, con su esencia, pero considerada como una esencia extraña. La esencia divina es la esencia humana, o, mejor, la esencia del hombre prescindiendo de los límites de lo individual, es decir, del hombre real y corporal, objetivado, contemplado y venerado como un ser extraño y diferente de sí mismo. Todas las determinaciones del ser divino son las mismas que las de la esencia humana.