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[...] Si damos de lado a los sistemas cerrados, sometidos a leyes puramente matemáticas, aislables, porque la duración no muerde sobre ellos; si consideramos el conjunto de la realidad concreta o simplemente el mundo de la vida, y con más razón el de la conciencia, encontramos que hay más, y no menos, en la posibilidad de cada uno de los estados sucesivos que ensu realidad. Porque lo posible no es más que lo real con un acto del espíritu que arroja la imagen en el pasado una vez que se ha producido. Pero esto es lo que nos impiden percibir nuestros hábitos intelectuales.
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Digo que hay pseudoproblemas y que son éstos precisamente los problemas angustiosos de la metafísica. Los reduzco a dos. El uno engendró las teorías del ser, el otro las teorías del conocimiento.
  
[...] Un día se me preguntó como me lo representaba (el futuro de la literatura). Declaré, un poco confuso, que no me lo representaba. «¿No percibís al menos, se me dijo, ciertas direcciones posibles? Admitamos que no pueda preverse el detalle, pero como filósofo tendréis una idea del conjunto. ¿Cómo concebís, por ejemplo, la gran obra dramática del mañana?» Me acordaré siempre de la sorpresa de mi interlocutor cuando le respondí: «Si supiese cuál va a ser la gran obra dramática del mañana, la haría». Me di cuenta entonces que concebía la obra futura como encerrada en un armario de posibles; yo debía, de acuerdo con mis relaciones ya antiguas con la filosofía, haber obtenido de ella la llave del armario. «Pero, le dije, la obra de que habláis no es todavía posible.
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El primero consiste en preguntarse por qué existe el ser, por qué algo o alguno existe. Poco importa la naturaleza de lo que es: ya digáis que es materia, o espíritu o una y otro, o que materia y espíritu no se bastan a sí mismos y necesitan una Causa trascendental; de cualquier manera, cuando consideramos existencias y causas y causas de estas causas, nos sentimos arrastrados en una carrera hasta el infinito. Si nos detenemos es para escapar al vértigo. Siempre se comprueba, o se cree comprobar, que la dificultad subsiste, que el problema está todavía planteado y que no será nunca resuelto. En efecto, no lo será nunca, pero no debería ser planteado. No se plantea, ciertamente, más que figurándose una nada que precedería al ser. Decimos: «podría no haber nada», y nos sorprendemos entonces de que haya algo o alguien, pero analizad esta frase: «podría no haber nada». Veréis que os las habéis con palabras, de ningún modo con ideas, y que «nada» no tiene aquí significación alguna. «Nada» es un término del lenguaje usual que no puede tener sentido más que si permanecemos sobre el terreno, propio del hombre, de la acción y de la fabricación. «Nada» designa la ausencia de lo que buscamos, de lo que deseamos, de lo que esperamos. Tendremos que su poner que el vacío es limitado, que tiene contornos, que es, pues, algo. Pero, en realidad, no hay vacío. No percibimos e incluso no concebimos más que lo lleno. Una cosa no desaparece sino a condición de que otra la reemplace. Supresión significa, por tanto, sustitución. Decimos «supresión» cuando no consideramos de la sustitución más que una de sus mitades, o mejor, de sus dos caras, la que nos interesa; señalamos así que nos place dirigir nuestra atención sobre el objeto que está partido y apartarla del que la reemplaza. Decimos también entonces que no hay ya nada, entendiendo por ello que lo que es no nos interesa, que nos interesamos en lo que ya no es o en lo que hubiera podido ser. La idea de ausencia, o de nada, se encuentra, pues, inseparablemente unida a la de supresión, real o eventual, y la de su presión no es ella misma otra cosa que un aspecto de la idea de sustitución.
  
«-Es preciso que lo sea, puesto que se realizará.
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Hay ahí maneras de pensar de las que usamos en la vida práctica; importa particularmente a nuestra actividad que nuestro pensamiento vaya en retraso con respecto a la realidad y que permanezca ligado, cuando lo crea preciso, a lo que era o a lo que podría ser, en lugar de quedar acaparado por lo que es. Pero cuando pasamos del dominio de la fabricación al de la creación, cuando nos preguntamos por qué hay ser, por qué algo o alguien, por qué el mundo o Dios existe y por qué no la nada; cuando planteamos, en fin, el más angustioso de los problemas metafísicos, aceptamos virtualmente un absurdo, porque si toda supresión es una sustitución, si la idea de una supresión no es más que la idea truncada de una sustitución, entonces hablar de una supresión de todo es plantear una sustitución que no seria ya una, es contradecirse a si mismo. O la idea de una supresión de todo tiene justamente tanta existencia como la de un cuadrado redondo -la existencia de un sonido, flatus vocis-, o bien, si representa algo, traduce un movimiento de la inteligencia que va de un objeto a otro, que prefiere el que acaba de dejar al que encuentra ante sí, y designa como «ausencia del primero» la presencia del segundo. Hemos puesto el todo; luego hemos hecho desaparecer, una a una, cada una de sus partes, sin consentir ver lo que la reemplazaba: por tanto, es la totalidad de las presencias, simplemente dispuestas en un nuevo orden, lo que tenemos delante cuando queremos totalizar las ausencias. En otros términos: esta pretendida representación del vacío absoluto resulta, en realidad, la de lo lleno universal en un espíritu que salta indefinidamente de una parte a otra, con la resolución de no considerar jamás otra cosa que el vacío de su insatisfacción en lugar de lo lleno de las cosas. Lo que equivale a decir que la idea de Nada, cuando no es la de una simple palabra, implica tanta materia como la de Todo y, además, una operación del pensamiento.
  
«-No; no lo es. Os concedo, todo lo más, que habrá de serlo.
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Otro tanto diría de la idea de desorden. ¿Por qué está ordenado el universo? ¿Cómo la regla se impone a lo irregular, la forma a la materia? ¿De dónde proviene que nuestro pensamiento se encuentre en las cosas? Este problema, que se ha convertido en los modernos en el problema del conocimiento, después de haber sido en los antiguos el problema del ser, ha nacido de una ilusión del mismo género. Se desvanece si se considera que la idea de desorden tiene un sentido definido en el dominio de la actividad humana o, como decimos, de la fabricación, pero no en el de la creación. El desorden es simplemente el orden que no buscamos. No podéis suprimir un orden, incluso por el pensamiento, sin hacer surgir otro. Si no hay finalidad o voluntad, es que hay mecanismo; si el mecanismo cede, lo es en provecho de la voluntad, del capricho, de la finalidad. Pero cuando esperáis uno de estos dos órdenes y encontráis otro, decís que hay desorden, formulando lo que es en términos delo que podría o debería ser y objetivando vuestro disgusto. Todo desorden comprende así dos cosas: fuera de nosotros, un orden; en nosotros, la representación de un orden diferente que es el único que nos interesa. Supresión significa, pues, también sustitución. Y la idea de una supresión de todo orden, es decir, de un desorden absoluto, encierra entonces una contradicción verdadera, puesto que consiste en no dejar más que una sola cara a la operación que, por hipótesis, comprendía dos. O la idea de desorden absoluto no representa otra cosa que una combinación de sonidos, flatus vocis, o, si responde a algo, traduce un movimiento del espíritu que salta del mecanismo a la finalidad, de la finalidad al mecanismo, y que, para señalar el lugar donde está, desea mejor indicar cada vez el punto donde no está. Así, pues, queriendo suprimir el orden, os dais dos o más. Lo que equivale a decir que la concepción de un orden que viene a sobreañadirse a una «ausencia de orden» implica un absurdo y que el problema se desvanece.
  
«-¿Qué entendéis por esto?
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Las dos ilusiones que acabo de señalar no forman más que una. Consisten en creer que hay menos en la idea de lo vacío que en la de lo lleno, menos en el concepto de desorden que en el de orden. En realidad, hay más contenido intelectual en las ideas de desorden y de nada, cuando representan algo, que en las de orden y de existencia, porque implican varios órdenes, varias existencias, y, además, un juego del espíritu que juega inconscientemente con ellos.
  
«-Pues algo muy simple. Que surja un hombre de talento o de genio y que cree una obra: ya es entonces real y por esto mismo se hace retrospectiva o retroactivamente posible. No lo sería, no lo habría sido, si este hombre no hubiese surgido. Por ello os digo que podría ser posible hoy, pero que no lo es todavía
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Pues bien, encuentro la misma ilusión en el caso que nos ocupa. En el fondo de las doctrinas que desconocen la novedad radical de cada momento de la evolución hay muchos malentendidos, muchos errores Pero hay sobre todo la idea de que lo posible es menos que lo real y que, por esta razón, la posibilidad de las cosas precede a su existencia. Resultan así representables de antemano y podrían ser pensadas antes de ser realizadas Pero la verdad es lo inverso. Si damos de lado a los sistemas cerrados, sometidos a leyes puramente matemáticas, aislables, porque la duración no muerde sobre ellos; si consideramos el conjunto de la realidad concreta o simplemente el mundo de la vida, y con más razón el de la conciencia, encontramos que hay más, y no menos, en la posibilidad de cada uno de los estados sucesivos que ensu realidad. Porque lo posible no es más que lo real con un acto del espíritu que arroja la imagen en el pasado una vez que se ha producido. Pero esto es lo que nos impiden percibir nuestros hábitos intelectuales.
 
 
«-Un poco fuerte resulta. ¿Vais a sostener que el porvenir influye en el presente, que el presente introduce algo en el pasado, que la acción remonta el curso del tiempoe imprime su señal hacia atrás?
 
 
 
«-Esto depende. Que se pueda insertar lo real en el pasado y trabajar así hacia atrás en el tiempo, no lo he pretendido jamás. Pero que se pueda albergar en él lo posible, o, mejor, que lo posible vaya a albergarse allí en cualquier momento, esto no ofrece duda. A medida que se crea la realidad, imprevisible y nueva, su imagen se refleja detrás de ella en el pasado indefinido; encontramos así que ha sido posible en todo tiempo, aunque es en este preciso momento cuando comienza a haberlo sido siempre, y he aquí por qué decía que su posibilidad, que no precede a su realidad, la habrá precedido una vez aparecida la realidad. Lo posible es, pues, el espejismo del presente en el pasado, y como sabemos que el futuro terminará por ser presente, como el efecto de espejismo continúa produciéndose sin descanso, nos decimos que en nuestro presente actual, que será el pasado del mañana, está ya contenida la imagen del mañana, aunque no lleguemos a captarla. Ahí radica precisamente la ilusión. Es como si nos figurásemos, al percibir su imagen en el espejo ante el cual ha venido a colocarse, que habríamos podido tocarla si hubiésemos permanecido detrás. Juzgando así, por lo demás, que lo posible no presupone lo real, admitimos que la realización añade algo a la simple posibilidad: lo posible habría estado ahí en todo tiempo, como un fantasma que espera su hora; se habría convertido en realidad por la adición de algo, por alguna transfusión de sangre o de vida. No se ve que ocurre todo lo contrario, que lo posible implica la realidad correspondiente y además algo que se añade a ella, puesto que lo posible es el efecto combinado de la realidad una vez aparecida y de un dispositivo que la arroja hacia atrás. La idea, inmanente a la mayor parte de las filosofías y natural al espíritu humano, de posibles que se realizarían por una adquisición de existencia, es, pues, ilusión pura. Otro tanto sería pretender que el hombre en cuerpo y alma proviene de la materialización de su imagen percibida en el espejo, con el pretexto de que hay en este hombre real todo lo que se encuentra en esta imagen virtual, añadida la solidez que hace que se pueda tocarla. Pero la verdad es que aquí nos es preciso más para obtener lo virtual que lo real,más para la imagen del hombre que para el hombre mismo, porque la imagen del hombre no se dibujará si no se comienza por darse el hombre y será preciso además un espejo.»
 
 
 
Esto olvidaba mi interlocutor cuando me preguntaba sobre el teatro del mañana. Quizá también jugase inconscientemente con el sentido de la palabra «posible» Hamlet era sin duda posible antes de ser realizado, si se entiende por ello que no había obstáculo insuperable para su realización. En este sentido particular se llama posible lo que no es imposible, y de suyo esta no-imposibilidad de una cosa es la condición de su realización. Pero lo posible así entendido no es en grado alguno lo virtual, lo idealmente preexistente. Cerrad la barrera, y sabéis que nadie atravesará la vía: no se sigue de estoque podáis predecir quién la atravesará cuando la abráis. Sin embargo, del sentido completamente negativo del término «posible» pasáis subrepticiamente, inconscientemente, al sentido positivo. Posibilidad significaba hace un momento «ausencia de impedimento»; hacéis de ella ahora una «preexistencia en forma de idea», que es cosa muy distinta. En el primer sentido de la palabra era una perogrullada decir que la posibilidad de una cosa precede a su realidad: entendíais por esto simplemente que los obstáculos, una vez remontados, eran remontables. Pero en el segundo sentido es un absurdo, porque resulta claro que un espíritu en el que el Hamlet de Shakespeare se hubiese dibujado en forma de posible hubiese creado por ello la realidad: habría sido, pues, por definición, Shakespeare mismo. En vano os imaginaréis que este espíritu podría haber surgido antes de Shakespeare, porque entonces no pensáis en todos los detalles del drama. En la medida en que los completéis, el predecesor de Shakespeare se encuentra pensando todo lo que Shakespeare pensará, sintiendo todo lo que él sentirá, sabiendo todo lo que él sabrá, percibiendo, pues, todo lo que él percibirá, ocupando, por consiguiente, el mismo punto del espacio y del tiempo y teniendo el mismo cuerpo y la misma alma: es Shakespeare mismo.
 
 
 
Insisto quizá demasiado en esto. Pero tales consideraciones se imponen cuando se trata de una obra de arte. Creo que terminaremos por encontrar evidente que el artista crea lo posible al mismo tiempo que lo real cuando ejecuta su obra. ¿De dónde viene, pues, que se dude en decir otro tanto de la naturaleza? ¿No es el mundo una obra de arte incomparablemente más rica que la del artista más preclaro? ¿Y no hay tanto absurdo, si no más, en suponer aquí que el porvenir se dibuja de antemano, que la posibilidad preexistía a la realidad? Deseo, una vez más, que los estados futuros de un sistema cerrado de puntos materiales sean calculables, y, por consiguiente, visibles en su estado presente. Pero, lo repito, este sistema es extraído o abstraído de un todo que comprende, además de la materia inerte y no organizada, la organización. Tomad el mundo concreto y completo, con la vida y la conciencia que encuadra; considerad la naturaleza entera, generadora de especies nuevas con formas tan originales y tan nuevas como el dibujo de cualquier artista; aplicaos, en estas especies, a los individuos, plantas o animales, cada uno de los cuales tiene su carácter propio -iba a decir su personalidad, porque una brizna de hierba semeja tanto a otra brizna como un Rafael a un Rembrandt-; elevaos, por encima del hombre individual, hasta las sociedades que desarrollan acciones y situaciones comparables a las de no importa qué drama: ¿cómo hablar todavía de posibles que precederían a su propia realización? ¿Cómo no ver que si un suceso se explica siempre, después de todo, por tales o cuales sucesos antecedentes, un suceso completamente diferente se explicaría también, en las mismas circunstancias, por antecedentes escogidos de otra manera, ¿qué digo?, por los mismos antecedentes recortados de otro modo, distribuidos de otro modo, percibidos, en fin, de otro modo por la atención retrospectiva? De delante atrás se prosigue un moldeamiento constante del pasado por el presente, de la causa por el efecto.
 
 
 
No lo vemos, siempre por la misma razón, siempre de cara a la misma ilusión, porque tratamos como si fuese más lo que es menos, como menos lo que es más. Volvamos lo posible a su lugar: la evolución se vuelve cosa muy distinta a la realización de un programa; las puertas del porvenir se abren de par en par; un campo ilimitado se ofrece a la libertad. El error de las doctrinas -bien raras en la historia de la filosofía- que han hecho un lugar a la indeterminación y a la libertad en el mundo consiste en no haber visto lo que implicaba su afirmación. Cuando ellas hablaban de indeterminación, de libertad, extendían por indeterminación una competición entre posibles, por libertad una elección entre posibles, ¡como si la posibilidad no fuese creada por la libertad misma! ¡Como si cualquier otra hipótesis que propusiese una preexistencia ideal de lo posible sobre lo real no redujese lo nuevo a no ser más que un reajuste de elementos antiguos! ¡Como si no debiera ser llevada así, tarde o temprano, a tenerlo por calculable y previsible! Al aceptar el postulado de la teoría adversa se introducía al enemigo en la plaza. Es preciso tomar partido: es lo real lo que se hace posible y no lo posible lo que se hace real.
 
 
 
Pero en verdad la filosofía no ha admitido nunca francamente esta creación continua de imprevisible novedad. Los antiguos sentían repugnancia por ella, porque, más o menos platónicos, se figuraban que el Ser era dado de una vez por todas, completo y perfecto, en el inmutable sistema de las Ideas: el mundo que se desenvuelve a nuestros ojos no podía, pues, añadir nada; no era, por el contrario, más que una disminución o degradación; sus estados sucesivos medirían el alejamiento creciente o decreciente entre lo que es, sombra proyectada en el tiempo, y lo que debería ser Idea asentada en la eternidad; dibujarían las variaciones de un déficit, la forma cambiante de un vacío. Pero el Tiempo se encargaría de estropearlo todo. Los modernos se colocan, es verdad, en otro punto de vista. No tratan ya al Tiempo como un intruso, perturbador de la eternidad; pero de buen grado lo reducirían a una simple apariencia. Lo temporal no es entonces más que la forma confusa de lo racional. Lo que es percibido por nosotros como una sucesión de estados se concibe por nuestra inteligencia, una vez despejada la neblina, como un sistema de relaciones. Lo real se vuelve, una vez más, eterno, con la sola diferencia de que se trata de la eternidad de las Leyes en las que se resuelven los fenómenos en lugar de ser la eternidad de las Ideas que les sirven de modelo. Pero, tanto en un casocomo en otro, tenemos que habérnoslas con teorías. El Tiempo está inmediatamente dado. Esto nos basta y, esperando que se nos demuestre su inexistencia o su perversidad, comprobaremos simplemente que hay brote efectivo de novedad imprevisible.
 
 
 
La filosofía ganará con ello encontrar algún absoluto en el mundo móvil de los fenómenos. Pero nosotros ganaremos también el sentirnos más gozosos y más fuertes. Más gozosos, porque la realidad que se invente a nuestros ojos dará a cada uno de nosotros, sin cesar, algunas de las satisfacciones que procura el arte de tarde en tarde a los privilegiados de la fortuna; ella nos descubrirá, más allá de la fijeza y de la monotonía que percibían primeramente nuestros sentidos hipnotizados por la constancia de nuestras necesidades, la novedad sin cesar renaciente, la movible originalidad de las cosas. Pero seremos sobre todo más fuertes, porque nos sentiremos participes de la gran obra que está en el origen y que se prosigue a nuestros ojos, como si fuésemos creadores de nosotros mismos. Nuestra facultad de actuar se intensificará al recobrarse. Humillados hasta entonces en una actitud de obediencia, esclavos de no sé qué necesidades naturales,nos engreiremos, como maestros asociados a un gran Maestro. Tal será la conclusión de nuestro estudio. Guardémonos de ver un simple juego en una especulación sobre las relaciones de lo posible y lo real. Puede ser una preparación para vivir bien.
 

Revisió de 16:56, 9 maig 2018

Digo que hay pseudoproblemas y que son éstos precisamente los problemas angustiosos de la metafísica. Los reduzco a dos. El uno engendró las teorías del ser, el otro las teorías del conocimiento.

El primero consiste en preguntarse por qué existe el ser, por qué algo o alguno existe. Poco importa la naturaleza de lo que es: ya digáis que es materia, o espíritu o una y otro, o que materia y espíritu no se bastan a sí mismos y necesitan una Causa trascendental; de cualquier manera, cuando consideramos existencias y causas y causas de estas causas, nos sentimos arrastrados en una carrera hasta el infinito. Si nos detenemos es para escapar al vértigo. Siempre se comprueba, o se cree comprobar, que la dificultad subsiste, que el problema está todavía planteado y que no será nunca resuelto. En efecto, no lo será nunca, pero no debería ser planteado. No se plantea, ciertamente, más que figurándose una nada que precedería al ser. Decimos: «podría no haber nada», y nos sorprendemos entonces de que haya algo o alguien, pero analizad esta frase: «podría no haber nada». Veréis que os las habéis con palabras, de ningún modo con ideas, y que «nada» no tiene aquí significación alguna. «Nada» es un término del lenguaje usual que no puede tener sentido más que si permanecemos sobre el terreno, propio del hombre, de la acción y de la fabricación. «Nada» designa la ausencia de lo que buscamos, de lo que deseamos, de lo que esperamos. Tendremos que su poner que el vacío es limitado, que tiene contornos, que es, pues, algo. Pero, en realidad, no hay vacío. No percibimos e incluso no concebimos más que lo lleno. Una cosa no desaparece sino a condición de que otra la reemplace. Supresión significa, por tanto, sustitución. Decimos «supresión» cuando no consideramos de la sustitución más que una de sus mitades, o mejor, de sus dos caras, la que nos interesa; señalamos así que nos place dirigir nuestra atención sobre el objeto que está partido y apartarla del que la reemplaza. Decimos también entonces que no hay ya nada, entendiendo por ello que lo que es no nos interesa, que nos interesamos en lo que ya no es o en lo que hubiera podido ser. La idea de ausencia, o de nada, se encuentra, pues, inseparablemente unida a la de supresión, real o eventual, y la de su presión no es ella misma otra cosa que un aspecto de la idea de sustitución.

Hay ahí maneras de pensar de las que usamos en la vida práctica; importa particularmente a nuestra actividad que nuestro pensamiento vaya en retraso con respecto a la realidad y que permanezca ligado, cuando lo crea preciso, a lo que era o a lo que podría ser, en lugar de quedar acaparado por lo que es. Pero cuando pasamos del dominio de la fabricación al de la creación, cuando nos preguntamos por qué hay ser, por qué algo o alguien, por qué el mundo o Dios existe y por qué no la nada; cuando planteamos, en fin, el más angustioso de los problemas metafísicos, aceptamos virtualmente un absurdo, porque si toda supresión es una sustitución, si la idea de una supresión no es más que la idea truncada de una sustitución, entonces hablar de una supresión de todo es plantear una sustitución que no seria ya una, es contradecirse a si mismo. O la idea de una supresión de todo tiene justamente tanta existencia como la de un cuadrado redondo -la existencia de un sonido, flatus vocis-, o bien, si representa algo, traduce un movimiento de la inteligencia que va de un objeto a otro, que prefiere el que acaba de dejar al que encuentra ante sí, y designa como «ausencia del primero» la presencia del segundo. Hemos puesto el todo; luego hemos hecho desaparecer, una a una, cada una de sus partes, sin consentir ver lo que la reemplazaba: por tanto, es la totalidad de las presencias, simplemente dispuestas en un nuevo orden, lo que tenemos delante cuando queremos totalizar las ausencias. En otros términos: esta pretendida representación del vacío absoluto resulta, en realidad, la de lo lleno universal en un espíritu que salta indefinidamente de una parte a otra, con la resolución de no considerar jamás otra cosa que el vacío de su insatisfacción en lugar de lo lleno de las cosas. Lo que equivale a decir que la idea de Nada, cuando no es la de una simple palabra, implica tanta materia como la de Todo y, además, una operación del pensamiento.

Otro tanto diría de la idea de desorden. ¿Por qué está ordenado el universo? ¿Cómo la regla se impone a lo irregular, la forma a la materia? ¿De dónde proviene que nuestro pensamiento se encuentre en las cosas? Este problema, que se ha convertido en los modernos en el problema del conocimiento, después de haber sido en los antiguos el problema del ser, ha nacido de una ilusión del mismo género. Se desvanece si se considera que la idea de desorden tiene un sentido definido en el dominio de la actividad humana o, como decimos, de la fabricación, pero no en el de la creación. El desorden es simplemente el orden que no buscamos. No podéis suprimir un orden, incluso por el pensamiento, sin hacer surgir otro. Si no hay finalidad o voluntad, es que hay mecanismo; si el mecanismo cede, lo es en provecho de la voluntad, del capricho, de la finalidad. Pero cuando esperáis uno de estos dos órdenes y encontráis otro, decís que hay desorden, formulando lo que es en términos delo que podría o debería ser y objetivando vuestro disgusto. Todo desorden comprende así dos cosas: fuera de nosotros, un orden; en nosotros, la representación de un orden diferente que es el único que nos interesa. Supresión significa, pues, también sustitución. Y la idea de una supresión de todo orden, es decir, de un desorden absoluto, encierra entonces una contradicción verdadera, puesto que consiste en no dejar más que una sola cara a la operación que, por hipótesis, comprendía dos. O la idea de desorden absoluto no representa otra cosa que una combinación de sonidos, flatus vocis, o, si responde a algo, traduce un movimiento del espíritu que salta del mecanismo a la finalidad, de la finalidad al mecanismo, y que, para señalar el lugar donde está, desea mejor indicar cada vez el punto donde no está. Así, pues, queriendo suprimir el orden, os dais dos o más. Lo que equivale a decir que la concepción de un orden que viene a sobreañadirse a una «ausencia de orden» implica un absurdo y que el problema se desvanece.

Las dos ilusiones que acabo de señalar no forman más que una. Consisten en creer que hay menos en la idea de lo vacío que en la de lo lleno, menos en el concepto de desorden que en el de orden. En realidad, hay más contenido intelectual en las ideas de desorden y de nada, cuando representan algo, que en las de orden y de existencia, porque implican varios órdenes, varias existencias, y, además, un juego del espíritu que juega inconscientemente con ellos.

Pues bien, encuentro la misma ilusión en el caso que nos ocupa. En el fondo de las doctrinas que desconocen la novedad radical de cada momento de la evolución hay muchos malentendidos, muchos errores Pero hay sobre todo la idea de que lo posible es menos que lo real y que, por esta razón, la posibilidad de las cosas precede a su existencia. Resultan así representables de antemano y podrían ser pensadas antes de ser realizadas Pero la verdad es lo inverso. Si damos de lado a los sistemas cerrados, sometidos a leyes puramente matemáticas, aislables, porque la duración no muerde sobre ellos; si consideramos el conjunto de la realidad concreta o simplemente el mundo de la vida, y con más razón el de la conciencia, encontramos que hay más, y no menos, en la posibilidad de cada uno de los estados sucesivos que ensu realidad. Porque lo posible no es más que lo real con un acto del espíritu que arroja la imagen en el pasado una vez que se ha producido. Pero esto es lo que nos impiden percibir nuestros hábitos intelectuales.