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Heidegger: Déu ha mort/es

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Nietzsche consignó por vez primera la frase «Dios ha muerto» en el tercer libro de la obra La ciencia jocunda [La gaya ciencia], publicada en 1882, Con esa obra empieza el camino de Nietzsche hacia la elaboración de su postura metafísica fundamental. Entre esa obra y el vano esfuerzo por configurar la obra principal proyectada se publicó Así habló Zarathustra. La obra principal proyectada no se terminó nunca. Provisionalmente debía llevar el título de La voluntad de poder y se le dio el subtítulo de «Ensayo de una subversión de todos los valores».

Ya de joven, Nietzsche había acariciado la idea de la muerte de un dios y de la extinción de los dioses. En unos apuntes de la época de la elaboración de su primera obra El nacimiento de la tragedia, escribe Nietzsche (1870): «Creo en la sentencia germánica primitiva: todos los dioses tienen que morir». En su juventud, Hegel menciona, al final del tratado Fe y saber (1802) el «sentimiento en que se funda la religión de los tiempos modernos -el sentimiento: Dios mismo ha muerto...». La frase de Hegel tiene un sentido diferente de la de Nietzsche. Sin embargo, hay entre ambas una relación esencial que se esconde en la esencia de toda metafísica. Al mismo orden de cosas pertenece, aunque por motivos opuestos, la frase de Pascal, tomada de Plutarco: «Le gran Pan est mort» (Pensées, 695).

El texto completo de la pieza número 125 aparece en la obra La ciencia jocunda. La pieza lleva como título El frenético, y dice así:

El frenético. - ¿No oísteis hablar de aquel loco que en la mañana radiante encendió una linterna, se fue al mercado y no cesaba de gritar: «¡Busco a Dios ! ¡Busco a Dios !»? Y como allí se juntaban muchos que no creían en Dios, él provocó grandes carcajadas. ¿Se habrá perdido?, decía uno. ¿Se ha escapado como un niño?, decía otro. ¿O estará escondido? ¿Le hacemos miedo? ¿Se embarcó?, ¿emigró?, gritaban mezclando sus risas. El loco saltó en medio de ellos y los atravesó con la mirada. «A dónde fue Dios? -exclamó-, voy a decíroslo. Nosotros lo hemos matado -¡vosotros y yo ! ¡Todos nosotros somos sus asesinos ! Pero, ¿cómo lo hicimos? ¿Cómo pudimos sorber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando soltamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Nos alejamos de todos los soles? ¿Nos caemos incesantemente? ¿Y hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Acaso existe todavía un arriba y un abajo? ¿No vamos como a través de una nada infinita? ¿No nos empaña el espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene continuamente noche y más noche? ¿No tenemos que encender linternas en las mañanas? ¿No oímos aún nada del ruido de los sepultureros que enterraron a Dios? ¿No olemos todavía nada de la descomposición divina?- ¡También se descomponen los dioses! ¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaríamos, nosotros, los peores de todos los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que hasta ahora poseyera el mundo, se ha desangrado bajo nuestros cuchillos -¿quién borrará de nosotros esta sangre? ¿Con qué agua podríamos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados, tendremos que inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de esta hazaña? ¿Acaso no será preciso que lleguemos a ser dioses para parecer dignos de ella? Jamás hubo hazaña más grande –¡y quien nazca después de nosotros pertenece, a causa de esta hazaña, a una historia superior a toda la historia anterior !» – Entonces guardó silencio el loco y miró de nuevo a sus oyentes: también ellos guardaban silencio y lo miraban extrañados. Por último, él tiró su linterna al suelo haciéndola pedazos y apagándola. «Vengo demasiado pronto, dijo entonces, todavía no ha llegado la hora. Este enorme acontecimiento está en camino aún y vaga -todavía no ha penetrado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, las hazañas necesitan tiempo, aun después de haberse hecho, para ser vistas y oídas. Esta hazaña está más lejos de ellos que las estrellas más distantes -y, no obstante, ¡son ellos quienes las hicieron!». Se refiere todavía que el loco penetró ese mismo día en distintas iglesias y se puso a cantar en ellas su Requiem aeternam deo. Habiéndole hecho salir e interrogado, se limitó a contestar siempre: «¿Qué son pues aún esas iglesias, si ya no son fosas y tumbas de Dios?».

Cuatro años después (1886), Nietzsche añadió a los cuatro libros de La ciencia jocunda un quinto libro titulado: «Nosotros los impávidos». La primera pieza de ese libro (Aforismo 343) lleva el título de: «El más grande de los acontecimientos modernos –que «Dios ha muerto», que la creencia en el Dios cristiano se ha convertido en incredulidad– ya comenzó a proyectar sus primeras sombras sobre Europa».

De esta frase se desprende claramente que la frase de Nietzsche sobre la muerte de Dios alude al Dios cristiano. Pero no es menos cierto, y hay que tenerlo presente de antemano, que el nombre de Dios y el Dios cristiano se emplean en el pensamiento de Nietzsche para designar el mundo sobrenatural. Dios es el nombre para el dominio de las ideas y los ideales. Este dominio de lo sobrenatural se considera desde Platón –mejor dicho: desde la última época griega y desde la interpretación cristiana de la filosofía platónica– como el verdadero mundo, el mundo real propiamente dicho. A diferencia del él, el mundo sensible es sólo el de esta vida, el variable y, por consiguiente el aparente, el irreal. El mundo de esta vida es el Valle de Lágrimas, a diferencia del Monte de la Bienaventuranza Eterna en la otra vida. Si, como todavía hace Kant, denominamos físico el mundo sensible en su más amplia acepción, el mundo suprasensible es el mundo metafísico.

La frase «Dios ha muerto» significa: el mundo suprasensible carece de fuerza operante. No dispensa vida. La metafísica, es decir, para Nietzsche, la filosofía occidental entendida como platonismo, se acabó. Nietzsche entiende su propia filosofía como movimiento contrario a la metafísica, es decir, para él, contra el platonismo.