Schopenhauer: el temps i la mort/es
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Cada uno debe, pues, concebirse a sí mismo como un ser necesario, es decir, como un ser cuya auténtica definición, cuya definición adecuada, por poco que pueda llegar a formularse ésta, debería acarrear ya la existencia. En este orden de pensamientos se encuentra realmente la única prueba inmanente, es decir, contenida en el ámbito de los datos de la experiencia, que pueda alegarse sobre la inmutabilidad de nuestro verdadero ser. La existencia, efectivamente, debe ser inherente a él, puesto que se muestra independiente de todos los posibles estados, traídos consigo por la cadena de las causas, porque esos estados ya han encontrado su realización y nuestra existencia ha permanecido con todo y con ello incólume a su choque, como un rayo de luz ante la tormenta que atraviesa. Si por sus propias fuerzas pudiera conducirnos el tiempo a un estado de bienaventuranza, ya lo habríamos alcanzado hace largo tiempo, porque detrás de nosotros se extiende un número infinito de siglos. Pero de igual modo si pudiera llevarnos a la destrucción, haría tiempo que no estaríamos aquí. Lo que ahora somos resulta, bien mirado, que debemos seguir siéndolo en todo tiempo, porque somos el propio ser que ha recogido el tiempo para colmar su propio vacío; por dicha causa ese ser llena la totalidad del tiempo, presente, pasado y futuro de igual modo, y por eso también nos es imposible caer fuera de la existencia y fuera del espacio. Mirando bien las cosas, es inconcebible que lo que una vez existe en toda la fuerza de la realidad deba un día quedar reducido a nada, y luego deje de ser durante un tiempo infinito. De aquí resulta para los cristianos la doctrina de la resurrección universal; para los hindúes, la de la creación del mundo por Brahma, renovada una y otra vez, sin contar todos los dogmas semejantes de los filósofos griegos. El gran misterio de nuestro ser y nuestro no-ser, cuya explicación ha suscitado estos dogmas y todos los otros parecidos, tiene como fundamento último el que la misma cosa que objetivamente constituye una serie de tiempo infinita, no es subjetivamente más que un punto, un presente indivisible y siempre existente; pero ¿quién puede entenderlo? Kant expuso esta verdad con toda la claridad deseable en su inmortal teoría de la idealidad del tiempo y de la única realidad de la cosa en sí, porque resulta que la esencia propia de las cosas, del hombre, del mundo, reside duradera y permanentemente en el nunc stans siempre sólido, siempre inmóvil, y que la sucesión de los fenómenos y de los hechos es una pura consecuencia de la concepción que nos forjamos de esta esencia a través de la forma de nuestras intuiciones, a través del tiempo. Por consiguiente, en lugar de decir a los hombres: «Habéis empezado con el nacimiento, pero sois inmortales», habría que decirles: «No, no sois la nada» y enseñarles a entender esta frase en el sentido de la máxima atribuida al Hermes Trismegisto: To gar on aei estai («porque lo que es será eternamente», Estob., Ecl., I 43, 6). Y si incluso entonces no se tiene éxito y el corazón angustiado hace oír su antiguo lamento: «Veo que todos los seres salen de la nada por el nacimiento y vuelven a ella tras un breve respiro; así mi existencia, hoy situada en el presente, pronto no será más que un lejano pasado, y yo ya no seré nada», entonces la respuesta que hay que dar es la siguiente: «¿No existes? ¿No posees ese presente inestimable tras el cual todos vosotros, hijos del tiempo, suspiráis con tanto ardor? ¿No lo estás ocupando ahora y realmente? ¿Y comprendes cómo has llegado a ello? ¿Tan bien conoces los caminos que te han llevado a ello, que puedes decir que se te cerrarán con la muerte? La existencia de tu ser tras la destrucción de tu cuerpo te parece imposible e inconcebible; pero ¿por qué ha de serlo más que tu existencia actual y el camino que te ha llevado a ella? ¿Por qué dudar de que las vías secretas que estaban abiertas para ti hacia el presente actual no sigan así hacia todo presente por venir?»
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La muerte: la liberación de dejar de ser yo
Por encima de todo, la muerte es la gran ocasión de no ser ya el yo. ¡Dichoso entonces el que sabe aprovecharse de ello! Durante la vida, la voluntad del hombre está sin libertad. Su conducta siempre se basa en su carácter invariable. Está ligada a la cadena de los motivos, regida por la necesidad. Ahora bien, cada uno lleva en sí mismo el recuerdo de muchas acciones que le hacen estar descontento de sí mismo. Si su existencia llegara a prolongarse infinitamente, en virtud de la invariabilidad de su carácter, no dejaría nunca de comportarse de la misma forma. Por eso debe dejar de ser lo que es, para poder salir del germen de su ser bajo una forma nueva y diferente. La muerte, pues, desata estos lazos. La voluntad vuelve a ser libre, porque es en el esse, y no en el operari, donde reside la libertad. Finditur nodus cordis, dissolvuntur omnes dubitationes, eiusque opera evanescunt («El nudo del corazón está hendido, todas las dudas se han disipado y sus obras se desvanecen») es una máxima muy famosa de los Vedas que todos los vedistas repiten hasta la saciedad. La muerte es el momento de la liberación de una individualidad estrecha y uniforme que, lejos de constituir la sustancia íntima de nuestro ser, representa más bien como una especie de aberración. La libertad auténtica y primitiva reaparece en ese momento que, en el sentido apuntado, puede considerarse como unarestitutio in integrum (restitución al estado primitivo). De aquí procede, al parecer, esa expresión de paz y sosiego que se dibuja en el rostro de la mayor parte de los muertos. En generaI la muerte del hombre de bien es dulce y tranquila; pero morir sin repugnancia, morir de buen grado, morir con alegría es privilegio del hombre resignado, de aquel que renuncia a la voluntad de vivir y reniega de ella, porque él sólo quiere una muerte real, y no aparente; por consiguiente, no siente ni el deseo ni la necesidad de permanencia de su persona. La existencia que conocemos la deja sin pesar. Lo que la sustituye es la nada a nuestros ojos, precisamente porque nuestra existencia, comparada con ésa, no es más que nada. La fe budista la llama nirvana.